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Las Naves
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por Antonio Ruiz Vega
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Trayendo a un mismo tiempo –mítico– a personajes de la historia de Portugal (al final del libro se incluye un "dramatis personae" para gobierno de los no versados en la historia lusa) y a seres infortunados que se debaten en sus problemas personales durante la etapa de la descolonización (años setenta), este magistral libro de Lobo Antunes nos vuelve a sumergir en el magma de "lo" portugués.
El ritmo sincopado nos recuerda algo al de "En El Culo Del Mundo", aunque lo que allí era jazzístico (y en otros libros verdaderas sinfonías, salvo en "No Entres Tan Deprisa En Esa Noche Oscura", que yo definiría como "txalaparta"...), aquí no sabemos bien a qué compararlo.
El trauma de la descolonización es el trasfondo donde se van entrelazando otras historias alucinantes. La suerte de los portugueses emigrados a Colonias, aquellos que –como explica en otra de sus novelas– se fueron a Angola o a Mozambique para tener a alguien en quien mandar, el equivalente a los "pied noirs" francoargelinos. Esta gente que no parece demasiado acomodada, que ha conseguido amasar un pequeño patrimonio y que de pronto, de una manera completamente sorpresiva, en un plazo de tiempo muy corto, se ven obligados a huir a toda prisa, a malvender sus casas y negocios. Para regresar a una metrópoli en crisis donde, además, se está jugando a hacer experimentos socialistas.
Y es el caso del pobre inmigrante que se narra aquí. El que, aterrado por la inminencia de una noche de cuchillos largos (a manos de negros levantiscos a quien aquí se tilda, directamente, de antropófagos), vende nada menos que a su mujer por un pasaje de avión. El mismo que, arrepentido, regresa a casa de su compadre (un octogenario) y ve que su jovencísima mujer acepta de buen grado su suerte, que prefiere seguir con su nuevo dueño. Este inmigrante, digo, (Manuel de Sousa Sepúlveda) que regresa a Lisboa y encuentra que su piso ha sido "ocupado" en nombre de la Revolución por una patulea de maleantes imbuidos de socialismo. Y no sólo tiene que irse con el rabo entre las piernas y alguna que otra hostia, sino que le despojan literalmente de la cartera...
O el caso de otro ("el hombre de nombre Luis") que regresa a Portugal con el cadáver de su padre en un ataúd y tiene que contemplar cómo los aduaneros, desconfiados, abren la caja, para encontrarse con los miasmas de una putrefacción avanzada...
Y, sin solución de continuidad, por aquí aparece un "manco español que vendía décimos de lotería en Mozambique", que se llamaba Miguel de Cervantes Saavedra, que cuando iba un poco mamado comenzaba a enrollarse con dulcineas y molinos y decía tener escrita una novela titulada Quijote ("cuando todo el mundo sabe que Quijote es nombre de caballo de obstáculos"). O Vasco de Gama, a quien se dedica todo un capítulo, donde, por cierto, ejerce de tahúr, desplumando a los campesinos y ganando hasta un piso amueblado en Caneças...
Y en este contexto de ires y venires, de siglos que colapsan, donde los galeones de Brasil se encuentran con los torpederos actuales sin extrañarse lo más mínimo ni los unos ni los otros, cualquier absurdo tiene cabida. Como la "fábrica de sonetos gongorinos" de la página 44.
Y en lontananza, mientras los militares adoctrinan a toda mecha a los colonos sobre la necesidad de salir por piernas (y les albergan en hoteles de lujo, que no tardan en saquear minuciosamente, hasta se hacen vestidos con las cortinas y aliñan las ensaladas en los lavabos), van apareciendo las sombras ominosas de los independentistas: "Un negro barbudo, autoritario, con pipa, que no les daba siquiera los buenos días, ocupó la planta baja protegido por una caterva de antropófagos con gorra".
Estos "pieds noirs" portugueses, más víctimas que verdugos: "Ya no pertenecemos siquiera a nosotros mismos, este país nos ha comido las grasas y la carne sin piedad ni provecho dado que se encontraban tan pobres como habían llegado".
Manuel de Sousa Sepúlveda, a quien le colectivizaron por la brava su piso en Lisboa/Lixboa ("¿Que traes la escritura, carajo? ¿Que traes la escritura? No quiero saber nada de escrituras, la escritura me la suda: estamos en democracia, pedazo de imbécil, los edificios pertenecen a quien vive en ellos, se acabó la época de la PIDE") mientras estuvo en Mozambique se conformaba con salir, con el corazón batiente en el pecho, disfrazado de jardinero –tijeras, gorro de paja– a observar –trempando– la salida de las alumnas treceañeras del Liceo, "dejando tras de sí el rastro afrodisíaco de las ecuaciones de segundo grado...".
A diferencia de "No Entres Tan Deprisa En Esa Noche Oscura", que es realmente duro de leer, "Las Naves" es chispeante, lúcido, divertido, aunque sigamos en el mismo panorama de delerictos, brulotes, pecios que el Atlántico va arrojando a la playa con la resaca y que el autor, con paciencia de entomólogo va seleccionando y clasificando.
La prosa, un verdadero ejercicio de estilo, está sometida a una cierta estilización, depurada, funciona como un mecanismo sin que le sobre ni le falte nada.
"Las Naves" pertenece por derecho a la gran historia de la literatura universal. |
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