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Un Infierno En El Jardín
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por Antonio Ruiz Vega
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Publicado en 1995, "Un Infierno En El Jardín" viene tras el tremebundo "Las Pirañas", que supuso una verdadera revulsión en la narrativa de nuestro autor. Viene después, sí, pero tras un lapso de unos tres años (habría que tener en cuenta las fechas reales de terminación de cada obra, por ejemplo esta cabalga entre los últimos meses del 94 y los primeros del 95).
Mucho del tono narrativo de "Las pirañas" se mantiene aquí, pero estamos ante una obra menos obsesiva y opresiva, que cae de lleno en la parodia. Humor negro a raudales exuda de estas hazañas quijotescas de don Rafael Eguren, poeta e intelectual de provincias que tiene mucho, sin duda, del propio Ostiz, en su primera época, quizás, de poeta.
La trama se pinta sola. El personaje central, profesor y bibliófago, decide ausentarse de la capital pamplonesa (Umbría, en el libro) y de sus mefíticos vapores para encontrar la paz y el equilibrio en el campo. El lugar elegido es un antiguo molino enclavado en un paraje idílico. Nuestro personaje, que en muchas cosas recuerda, hasta físicamente, al de Kennedy O´Toole en su "Conjura De Los Necios", va de inocente por la vida y cuál no será su sorpresa cuando una buena mañana se apercibe de la presencia en las inmediaciones de su molino de dos individuos con teodolito y cinta métrica que toman cotas y dimensiones de los parajes cercanos. Así comienza una saga increíble que demuestra el buen conocimiento que el autor tiene de los negocios inmobiliarios en la Navarra de los 80/90. Son numerosos los personajes de "Las Pirañas" que vemos aparecer aquí de nuevo, así Pipe Rala, el abogado Andosilla, etc. y muchos otros son intercambiables y bastante identificables.
A Rafael Eguren, dicho sea de paso, le edifican una urbanización entera rodeando su molino sin que pueda hacer nada de fundamento para evitarlo.
En el transcurso de su enfrentamiento con los negros poderes de la inmobiliaria y sus aláteres, Eguren toma conciencia de su práctica insignificancia y desvalimiento. Cuando intenta utilizar las páginas de cultura del periódico donde colabora para defenderse, se percata de que hay poderes por encima que le invitan a envainársela y otro tanto le sucede con sus intentos procesales, desaconsejados desde el principio por su propio abogado, que conoce el percal.
Llegará el día en el que Eguren, su esposa (personaje que contrapesa sus efusiones y emociones con un quintal de desapasionado sentido común y un equilibrio muy femenino) y el hijo de ambos (un zombi que ni siente ni padece), verán poblarse en su derredor una colonia de mastuerzos que les harán la vida imposible.
Pero decir todo esto, y aún más, no es hacer justicia a "Un Infierno En El Jardín" que es una novela absolutamente desternillante, que es imposible leer sin una sonrisa en los labios y sin subrayar a menudo los pasajes más memorables con carcajadas, así sea en público o en privado.
El caudal narrativo es imparable, viene a ser del mismo tono que el de "Las Pirañas", un tranco en el cual parece el autor haber hallado su tono respiratorio y en el que se mueve sin aparente esfuerzo. Por lo demás el decorado y el elenco lo hereda prácticamente de "Las Pirañas". La diferencia es que el tono amargo de aquellas es aquí de un humor negro y ácido, pero no menos hilarante por ello.
Los ambientes literarios y/o culturales de provincias, las cuchipandas de homenaje, los premios y becas oficiales u oficialistas, están aquí descritos con gracejo y conocimiento de causa.
Se ha creado aquí un personaje pleno de interés, este Rafael Eguren, al que no sabemos si compadecer porque ¿hubiéramos podido hacer otra cosa en su caso?
Hay partes sórdidas e inquietantes, cuando se viene a demostrar que el individuo, frente el poder, es un monigote impotente, lo que se patentiza en la paliza que recibe Eguren sin comerlo ni beberlo. Pero, al final, Ostiz se siente generoso y se inventa una increíble e impensable herencia que sirve para que Eguren realice al final su sueño dorado: establecerse en la "casa de la vida", abstraerse de los ambientes que le perjudican e iniciar un transcurrir hippioide e idílico donde los haya. Es un "happy end" que no se cree, que suena a mentira, incluso forzado, pero parece que el autor, por una vez, ha querido huir de la angustia, de esa "vida no vivida", enfermedad de la que, según Carl Gustav Jung, "se puede morir". |
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