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Cabo Trafalgar
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por Roberto Pozuelo
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Mientras el capitán Alatriste se emborracha en cualquier taberna de la capital, descansando de sus aventuras, compartiendo jarras de vino con las peores fulanas y adoctrinando a Iñigo de Balboa en los placeres mundanos de la vida, Pérez-Reverte nos invita a dar un salto en el tiempo y en el espacio situándonos en las inmediaciones del cabo Trafalgar, en octubre de 1805. Allí, en las cercanías de Cádiz, tuvo lugar una de las batallas (y de las derrotas) más famosas de la historia marítima española. Y Reverte (que si no tiene branquias a estas alturas de su vida literaria, poco le falta) nos sube a un navío de 74 cañones para darle unas buenas andanadas al perro inglés. Por la popa, ofcors.
Con un conocimiento exacto de términos marinos y militares y un apasionante estudio de las tácticas de combate naval, Arturo nos ofrece en su prosa otra lección divertida de historia, dónde podemos no sólo disfrutar del relato de un combate en el mar, entre la escuadra aliada e inglesa, sino también de una visión entre líneas de la política y sociedad española de aquel tiempo, muy a lo Reverte, que a grandes pinceladas deja caer que fuimos los mejores hombres, mandados por los más ineptos gobernantes. Inútiles dirigentes, que permitieron llenar nuestros barcos de borrachos, delincuentes y campesinos, poniendo después estos barcos en manos de los franceses (no fuera que Napoleoncete se enfadara y nos conquistara) sembrando finalmente las aguas de Cádiz de trozos de patria. Mazarredo sabía por dónde soplaba el viento al denunciar repetidas veces ante Godoy, que tan penoso era el estado de la marina, que "hará vestir de luto a la nación en caso de un combate".
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