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portada La Piel Del Tiempo
Ficha del Libro:

Título: La Piel Del Tiempo    comprar
Autor: Luciano G. Egido
Editorial: Tusquets
I.S.B.N.-10: 843810203X
I.S.B.N.-13: 9788438102039
Nº P´gs: 376


La Piel Del Tiempo
por Antonio Ruiz Vega

  La hasta ahora última novela de Egido es sin duda la más ambiciosa y la mejor, pese a algunas irregularidades. De alguna manera vuelve al espíritu de la primera, "El Cuarzo Rojo De Salamanca", con la que comparte su carácter de novela histórica pero esta es mucho más amplia en su discurrir (dura la friolera de ocho siglos) y de alguna manera engloba los episodios de los que se ocupa la primera.

Aunque el estilo es muy diferente, vienen a la mente obras de otros autores con las que esta novela admite la comparación. "Cien Años De Soledad" o, mucho más cercanamente, "La Saga/fuga De JB", del maestro Torrente Ballester, también salmantino, sino de nación sí de acogida. A decir verdad el tramo final de "La Piel Del Tiempo cuando Salamanca, por fin en los brazos del amor, comienza a flotar y encuentra salida al mar, recuerda muy claramente al Castroforte del Baralla de Ballester, que como es sabido levitaba en los días de mucha niebla.

Egido ha optado aquí por la pura fantasía, escribiendo lo que podría ser una "Historia Mágica de Salamanca" a través de un personaje, Martín, que vive durante ocho siglos gracias a un hechizo. Un hombre cuya vida dura desde el medievo hasta la Guerra Civil (luego no es que muera, pero se esfuma de la narración, que termina su nieta) y que a lo largo de su vida le dará tiempo a hacer de todo, incluso tonterías.

Para no hacer tediosa la larga narración, Egido ha usado varios recursos. Para comenzar el siempre socorrido del manuscrito o manuscritos encontrados en un desván y donde van apareciendo los documentos que forman el libro, recopilados, conservados y reescritos durante siglos por la familia de Martín, el cual, como es comprensible, casó numerosas veces.

Una familia acude desde el norte de Castilla a una ciudad recientemente dotada de fuero, Salamanca, donde quieren instalarse. Por el camino, un hijo del matrimonio divisa a un leproso de horrible aspecto. La madre azuza los perros, pero Martín, que así se llama el niño, impulsado por una fuerza extraña se acerca y le abraza. Al punto el gafo se transforma, es ahora un caballero robusto y bien vestido que tras felicitarle por sus buenos sentimientos se ofrece a concederle tres deseos. Sin hacer caso a los bisbiseos de la madre, sin duda instándole a pedir tesoros y riquezas, el niño le pide en primer lugar llegar bien a Salamanca, después, conocer allí el amor. Por fin, ante el crescendo de murmullos maternos, "Que nunca me muera...".

El personaje, antes de desvanecerse en una nube, le advierte que el último deseo es más bien "una desgracia que una gracia".

Martín, debido a su inmortalidad, llegará a ser un guerrero y por la fuerza de su brazo, alcanzará fama y honores, a pesar de comenzar como pobrísimo mílite, sólo ascendido a caballero villano al cobrar un caballo como botín de guerra. Pero luego todo irá mejorando, redondeando un patrimonio importante y pasando a vivir en un palacete de piedra Antes de eso habrá quedado huérfano.

Un día trae como botín a una dama mora, de indescriptible belleza, de la que se enamora. Tiene ya cinco hijos de un matrimonio anterior, pero la islamita le subyuga totalmente, será su gran y desgraciado amor. Emina se llamaba, y era el año 1236 cuando llega a su casa en Salamanca. Durará poco su bien, porque al regresar de un viaje la hecha en falta y también a sus hijos, que ha desaparecido. Recibe en un pañuelo una oreja femenina que cree pertenece a Emina. Loco de furor buscará a sus hijos para matarles, lo que irá consiguiendo no sin esfuerzo. Pero en esta novela (como ya vimos que pasaba en "El Cuarzo Rojo De Salamanca"), los muertos no lo están del todo, y regresan continuamente

Antes de morir, Ermina le habrá dejado un hijo, Martín también, cuya vida conocemos por los manuscritos. Este Martín "junior", por aquello de la ley pendular, no querrá seguir la senda de su padre, de batallas y amoríos y buscará la compañía de judíos y físicos (médicos) terminando por ser un excelente galeno que en algo recuerda al personaje de "Los Mares Del Miedo", de Gómez Rufo. Como él andará a la búsqueda del alma en los entresijos de los cadáveres de los ahorcados. Casará con Rebeca, judía, y de ahí vendrá una rama hebrea de la descendencia de Martín, aunque con el tiempo (800 años dan para mucho) llegará prácticamente a extinguirse. Pero antes le sucederá un fenómeno increíble. Siendo Martín uno de los mozos más altos de Salamanca, frisando en los dos metros de altura, incluso desgarbado, y siendo su mujer, Rebeca, de muy baja estatura, comenzó un buen día a mermar, perdiendo estatura progresivamente hasta extremos portentosos, llegando a caber en un vaso de vino, hasta que la familia decidió ocultarlo de la vista de los curiosos (otro "homenaje" a García Márquez).

Mientras tanto el otro Martín, el patriarca, el inmortal, desaparece con frecuencia y a veces durante años de Salamanca, siempre enfrascado en campañas militares y, tiempo después, ya descubierto el Nuevo Mundo, en su aventura ultramarina...

Mientras tanto su nieto, el hijo de Martín y Rebeca, va narrando también su vida. Le pasa lo mismo que al personaje que ya hemos hablado, de Gómez Rufo, que un buen día se encuentra por Salamanca a un sosías, y lo peor es que este sosías le va desbancando... Un buen día se enfrenta a él, pero le vence y le aconseja no volver a intentarlo, pues le mataría. El sosías le va suplantando, desesperado vuelve a combatir con él, pero siempre quedan en tablas y la lucha nunca se resuelve. Por fin un día contrata a un viejo soldado borrachín para que le mate. Lo olvida una y otra vez y cuando consigue convencerlo... le mata a él, confundiéndole con el otro.

Quedará otro Martín, ya de otra generación, confiado por su abuelo a un fámulo que le tratará con indiferencia y despego. Este Martín, hijo del que tuvo un sosías que terminó por anularle, sufre también de un mal parecido, pues poco va tornándose incorpóreo y son cada vez menos personas las que consiguen verle. Convertido en un "cavaliere inexistente" se vuelve también un Diablo Cojuelo, pues puede entrar en casas, husmear alcobas, escuchar secretos, conocer, en suma, los entresijos de la ciudad, en los que se abisma:

"Me burlé del corregidor en sus narices; paseé mi osadía por los claustros de los conventos de monjas; ascendí al altar mayor de la catedral en plena misa de pontifical y me introduje en la sacristía, donde los canónigos se repartían las ganancias y le daban al naipe y a los dados...". (Pág. 159).

Pero si a él no lo ven, él comienza a no ver a nadie, hasta que, en efecto, no ve absolutamente a nadie. Se mueve por una Salamanca totalmente vacía y, lo que es más maravilloso todavía, donde ve avanzar la construcción de los diversos edificios y monumentos avanzar autónomamente, como por arte de birlibirloque..

"Se hacía sola; yo no veía a nadie que la construyera, como si los hombres no hicieran falta, excluidos por la grandeza del monumento...". (Pág. 163).

"Mi asombro no tenía límites, no podía aburrirme en aquella forzada soledad, porque cada día me encandilaba una novedad, la sorpresa de un muro nuevo, una teoría de medallones, que se me quedaban en la memoria como caras conocidas; el arranque arriesgado de una cúpula inmensa...". (Pág. 167).

Y en esta tesitura, sabemos que es el año de 1576, que Fray Luis de León acaba de salir de las cárceles inquisitoriales y repuesto en sus honores y dignidades. Decíamos ayer... Pero mientras tanto el abuelo Martín sigue sin regresar de las Américas, y su sucesor, totalmente transparente para los ojos de los demás, está un poco preocupado por su soledad.

La voz, que ha sido la de varios herederos es recuperada de nuevo por el patriarca en la página 223, donde cuenta de que su vieja casa ardió mientras él luchaba contra el archiduque Carlos de Austria, "que los ingleses querían imponernos como rey". Pero pronto cede la voz a un mago o truchimán de quien solicita que le lea el futuro, lo que hará con precisa prolijidad, aunque no siempre a su gusto.

Mientras él le escucha con escepticismo y le apostilla "in péctore", sin creerse casi nada de lo que le cuenta, el adivino va avanzando en su devenir. Ya está en el XIX, le sitúa en la guerra de la Independencia y le explica como al ser un inmortal y por tanto gozne de dos mundos, el real y el féerico, pronto será detectado por la muchedumbre de los fallecidos, que al ser tiempo de guerra, son legión. Una noche aparece junto a su frazada, mientras duerme en el campo, un gitano malherido que no obstante le sirve como criado y que pronto le confiesa estar muerto. Otro día escucha los cascos de un caballo que le siguen, pero no ve a nadie. Poco a poco va contactando y atrayendo a estas almas en pena, que le siguen como a un líder nato. Con ellas formará una siniestra partida, estantigua o "wildess heer", que se dedicará a enciscar en la guerra tomando partido tanto por los españoles como por los franceses, por puro deporte o afán de hacer el mal. Por cierto que el ectoplasma del gitano, igualito que aquel otro de que hablara Cela a propósito de la Guerra Civil, se descolgará con esta frase:

"Está visto que esta guerra es una guerra de payos". (Pág. 258).

Ni que decir tiene que el pobre de Martín, a medida que escucha narrar todo esto al adivino, alucina en colores:

"Sólo una cabeza de chorlito como la suya puede imaginar tales desatinos, como una guerra contra la fiel Francia o una invasión militar de nuestras tierras por los ejércitos amigos franceses o un levantamiento popular contra ellos, cuando compartimos tantos intereses comunes y estamos gobernados por reyes de la misma sangre".

Pero todo lo que el adivino le profetizara, ante su sorna, sucederá no obstante puntualmente, y lo más grave es que él no podrá hacer nada por evitarlo (y eso que asesinó al mago tras la consulta...)

Mientras tanto Martín, ya con seiscientos años a sus espaldas, va relativizando cada vez más las cosas humanas. Continúa teniendo amoríos cada vez más extraños, como el de la tísica Teresa que se le profetizara, una mujercita casi transparente que se le muere ¡dos veces! entre los brazos y a la que acabará desenterrando en una imagen de lo más gótica (en el sentido de romántica).

O cuando llega a la catedral de noche y ve una procesión de encapuchados que pasan delante de un catafalco sobre el que escupen. Es su cadáver el cubierto de gargajos y cuando quiere descubrir los rostros de sus vejadores, se percata de que ninguno tiene facciones...

Y la vida sigue, sin que Martín olvide ocuparse de su patrimonio, que engrandece notablemente con la Desamortización de Mendizabal.

A finales del siglo XIX, a la vejez viruelas, Martín se juntará con una pandilla de señoritos ociosos a los que capitaneará en sus orgías y noches de crápula. Un día la cosa se sale de madre y todos los amigos se pasan por la piedra a una joven prostituta andaluza. A medida que se encona la borrachera Martín se va asqueando y termina por regresar a casa. Mientras, en el burdel, la fiesta sigue, a costa de la muchacha, sometida a sevicias y que acaba por ser arrojada por la ventana, muriendo al caer. Se le echa tierra al asunto, pero poco a poco los asesinos van muriendo misteriosamente (recuerda en algo los sucesivos homicidios de "El Amor, La Inocencia Y Otros Excesos"). Martín, que sabe de estas cosas, deduce que es la hueste de los muertos, sus viejos compañeros, los que están matando a los asesinos, y no descarta que la joven prostituta se haya unido a ellos. Un buen día la ve, está en hábitos de pordiosera y canta una melopea junto a su portal. Sin descomponer el gesto él se para a hablar con ella. De lejos su nieta los observa. Es pintora y trata de dibujar a la pedigueña. Pese a su aspecto espantoso (está coja, deformada, con el cuello torcido) en el dibujo va saliendo una moza joven y bella, como lo fue en tiempos. Pero al terminar el retrato, cuando quiere enseñárselo a su abuelo, comprueba que se ha borrado completamente del papel. Mientras tanto Martín dialoga con la muerta, que nada le recrimina pues no participó en la masacre, y tan sólo le hace una pregunta "¿Por qué lo hicieron?".

Martín hace mutis, aunque no consta que haya muerto, y le sucede como narradora su nieta, la pintora. Son los años de la Guerra Civil, y ella está pintando una Ultima Cena, que quiere ambientar en tiempos contemporáneos. Va buscando personajes, pero en aquellos días difíciles de represión apenas encuentra a nadie que le guste para hacer de apóstol. Un buen día su criada le pide un gran favor. Su novio, comunista, está a punto de ser capturado, y teme que le maten, si ella pudiera custodiarle en su casa... Ella, nieta de un conocido ultraconservador, miembro de una de las familias más poderosas de Salamanca, está fuera de toda sospecha. Así lo hace y pronto descubre en el rostro del refugiado los rasgos de su San Juan. Le pinta y poco después el joven sale de su casa en busca de otro acomodo. Poco a poco se va envileciendo y se convierte en un delator. Por cierto que la instancia que dirige a la autoridad competente ofreciendo sus servicios (Pág. 343) es sospechosamente parecida a la que en su día se distribuyó por los medios firmada por el joven Camilo José Cela...

Pues bien, a medida que se va produciendo este paulatino envilecimiento el retrato que ella le hizo va deteriorándose y adoptando un aspecto siniestro. San Juan se transforma en Judas...

El pasaje final es el de la transfiguración de Salamanca y está contado por la hija de la pintora, ya en nuestros días. Ella está en la Catedral Nueva, junto a su novio, y de pronto, a cada beso que se dan surge un resplandor, una chisporroteo, un relámpago. Poco a poco una luz ultraterrena lo va invadiendo todo y a medida que otras parejas los ven cunde el ejemplo y una neblina luminiscente lo invade todo. Pronto descubren que aunque cedan en sus arrumacos el prodigio continúa, pues muchas personas han tomado el relevo. Y el Amor, aquello que tanto escaseaba en Salamanca va invadiéndolo todo y consiguiendo la vieja aspiración de darle una salida al mar. Cuando, incrédula, tras escuchar el testimonio de su hija, la pintora se asome a la ventana:

"…me sorprendió primero un fuerte olor a algas marinas y, después, vi el mar abierto en su infinita plenitud, besado por un sol naciente, glauco y tibio que dejaba un reguero de luz hasta perderse de vista".

(Así acaba la novela).
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