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El Corazón Inmóvil
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por Antonio Ruiz Vega
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Tras "El Cuarzo Rojo De Salamanca", que recibió el Miguel Delibes en el 93, Egido escribe esta segunda novela que tiene y no tiene cosas que ver con la anterior. Fue premio de la crítica en el 95.
"El Corazón Inmóvil" es una novela de busilis policial o detectivesca que va desflecándose en otras muchas tramas. Podríamos decir que el protagonista es un viejo hospital salmantino, pues es el vetusto edificio laberíntico el que llena todas las páginas y nos hace relativizar a todos los personajes por graves que sean las cosas que les pasan. El hospital segrega o emite lo que no es sino su "egregor", un hijo de amores ilícitos que las monjas que rigen el centro criaron y que ahora es un gozque monstruoso, patizambo y rijoso que deambula día y noche por los pasillos.
Transcurre en Salamanca, en los primeros años del siglo XX.
Es la historia de dos amigos, médicos ambos, que desde la infancia mostrarán dos caracteres bien diferentes. Uno de ellos, el narrador (o por lo menos el narrador de la primera parte), tímido, serio, responsable, retraído, observador. El otro, brillante, extemporáneo, seductor, y algo canalla. El libro comienza con la muerte del segundo, envenenado en su propia habitación del hospital con cianuro. Muerte espantosa, según se describe aquí con morosidad de forense, y algo extraña. Raro es que un médico no hubiera detectado de buenas a primeras el tósigo que le sirvieron con el café, todavía más que no reaccionara a los primeros síntomas, cuando un lavado de estómago enérgico probablemente le hubiera salvado la vida.
Tan raro que se habló de suicidio, pero el narrador lo pone en duda desde el principio Cualquiera hubiera elegido una muerte más benigna y el primero un médico que conocía perfectamente la atroz agonía del cianuro.
Para el narrador y también para el porcino comisario que enseguida se ponen a indagar, hay desde el comienzo la certeza de que el asesino ha sido una mujer. Primero porque el uso del veneno es siempre (casi al 100%) atribuible al bello sexo y segundo por la complicada vida sentimental del finado, quien además era poco escrupuloso y se pasaba por la piedra a cualquier cosa con faldas, a beneficio de inventario.
La primera sospechosa debiera haber sido la dignísima esposa, de la buena sociedad salmantina, quien no niega su animosidad y hasta buscará personalmente a la causante, pero para felicitarla de mujer a mujer. Pero la legítima tiene coartada y además nadie se la imagina envenenando a nadie.
Con la perspectiva que nos da el conocer toda la obra de Egido detectamos aquí una creencia en cierta ética del amor que no puede o no debe transgredirse. Como veremos no es tanto la promiscuidad ni la misma infidelidad como cierta traición a los sentimientos del enamorado, cierta burla cruel, que no debe cometerse. Bajo pena de muerte.
Amigo y comisario dirigen sus pasos hacia Arcadia, una mujer de la vida y la sazón su última amante conocida y estable. Arcadia es una belleza de obscena rotundidad que no deja frío al tímido médico que la visita. La encuentra envuelta en llanto, desplomada por el dolor y enseguida descarta su autoria. Otro tanto hará el comisario, aunque por otras razones más prosaicas.
Como dice, refranero, el monólogo del doctor: "La mula y la mujer, si no te la han hecho, te la van a hacer". (Pág. 55).
El comisario, hombre positivista, pícnico, poco dado a embelecos, a medida que va descartando sospechosos va dándose cuenta de que necesita a toda costa dar con un culpable sea como sea. La encuesta en el hospital arroja pocos resultados. La moza que le sirvió el desayuno, un adefesio que por cierto el doctorcito se tiraba esporádicamente también, no sabe nada ni hay modo de demostrárselo. Una sombra misteriosa tocada con un amplio sombrero que vieron algunos, es inidentificable y puede ser un sueño o pesadilla. Por el contrario la presencia de Lorquita, el trasgo hospitalario, ("A este me lo llevo yo al palo antes de Pascua florida", pronuncia para sí el policía y de nada valdrá que una monjita le confiese espontanea –y verazmente– que ella ha sido la asesina) es evidente en su hedor y de todos es sabido que recorre como alma en pena los pasillos del viejo hospital sin que ningún pasaje o habitación le esté vedado (incluso el tanatorio donde, según se rumorea, se beneficia a las occisas a calzón quitado). Se verá de capturarle, pero los guindillas lo tienen crudo. Se pierde en el laberinto hospitalario (donde, como se explica, había escaleras y pasillos que no iban a ninguna parte y que parecían humorada de arquitecto o delirio de aparejador) y termina por meter fuego a un ala entera antes de ser capturado por los alguaciles. Hosco y silente, apenas soltará palabra en medio de la refriega de hostias. Todo, sin embargo, le condena, incluso los abundantes restos de cianuro que todavía persistían en partes de su cuerpo y de su apercochada indumentaria. Así que será Lorquita a quien se procese y Lorquita a quien se condene y se agarrote.
El narrador de la primera parte, el silente amigo del finado, cae pronto en la cuenta de quien ha sido o ha podido ser la autora del crimen, pero permanecerá callado hasta el fina, aunque horrorizado por la muerte injusta de Lorquita a quien visita en su celda inmunda y le ofrece su ayuda. Pero Lorquita no abrirá la boca en toda la novela, hasta el instante antes de ser ejecutado, cuando rumiará para el cuello de su camisa: "Todas las monjas son unas putas".
Y lo son, porque esta es la segunda trama, espesa, donde se pierde el rastro del homicidio. No todas son putas, porque las bolleras son legión y una buena parte hacen a pelo y a pluma. Así que el doctor, noche tras noche, en la oscuridad de su tabuco, se pasaba por la piedra a una u otra sor.
Cuando el médico amigo del asesinado se percata de la realidad sale a emborracharse por las tabernas y confiesa a quien quiere escucharle: "Soy un asesino". Y en medio de la fraternidad del mesón...
En la Segunda Parte desaparece este personaje y ahora habla una sor, quien se dirige al muerto y le recrimina por sus desplantes y desprecios, a la vez que va repasando lo que fue su activa vida amorosa. También describe la vida del convento y del hospital (que es a la vez las dos cosas), en lo que quizá es uno de los mejores pasajes del libro, cuando pasa revista a los enfermos y les describe con frases lapidarias y agudísimas (177 y siguientes). Como quiera que la Tercera Parte es apenas un colofón mínimo, es en esta segunda donde está todo el peso de la novela y donde Egido ha hecho un considerable esfuerzo de comprensión y penetración en una personalidad que es doblemente enigmática, por mujer y por religiosa. El resultado es feliz y va muy lejos porque lo que se llega a plantear aquí es el dilema (falso) según se deduce entre sexo y religión y se condena implícitamente el celibato y en general el enfermizo odio cristiano a la sexualidad y a la vida.
El universo conventual es un verdadero laberinto de pasiones donde surgen romances y se establecen parejas, sin olvidar los extravíos heterosexuales fuera de la comunidad. En este gineceo carcelario y antinatural florecen las neurosis y la tontería.
A partir de la Pág. 231 la hermana medita sobre el celibato católico, algo que no existió durante siglos. "El valor de la virginidad era un concepto pagano, del que el cristianismo no supo desprenderse y que le fue traspasado por el judaísmo, que desconfiaba de la carne y despreciaba a la mujer, a la que no permitía la lectura de la Tora, ni cortarse el pelo, que era un signo de sometimiento. En esto le ayudó el paulinismo, que tenía su razón de ser en el cultivo de los excesos del recién llegado. Quizá sea una de esas ideas con que San Pablo consiguió teñir de irritación y de intransigencia al cándido cristianismo primitivo. Quizá tuviera razón el novio de Santa Tecla cuando acusó al santo, que al fin y al cabo había ya dado pruebas de ser un traidor, de ir contra la familia, contra la ciudad y contra el género humano".
(La izquierda de todos los tiempos heredó lo peor de este quintacolumnismo).
"(...)
Olvidar el cuerpo era despreciar la creación entera, la fuerza telúrica del universo, en la que el cristianismo se insertaba. El gozo del sexo cumplía la orden natural de la generación, que Cristo no vino a derogar, sino a enaltecer.
(…)
Después me hundí en un vértigo frenético de ternura, que no se acabará nunca y que no olvidaré por los siglos de los siglos".
Pág. 305: "Hacíamos el amor contra el mundo, contra Dios y contra nosotros mismos".
Y de fondo, Salamanca, una ciudad que, según dice la Sor carece de amor. Y será cuando comience a henchirse de amor cuando rompa amarras y, como la Balsa de Piedra de Saramago, surque los mares. Pero eso, no adelantemos acontecimientos, no sucede hasta "La Piel Del Tiempo".
Los ambientes están conseguidos, lo mismo que la descripción de los dos personajes principales, los dos narradores, a través de los que lo sabemos todo. La sordidez del hospital, el pormenor de las miserias y sufrimientos humanos, son densos, opresivos, conseguidos. El juicio y todos los avatares son también estremecedores. Egido se recrea en detalles como los hedores, la suciedad de celdas y galerías, etc. La reconstrucción de los ambientes históricos y del pormenor cotidiano de la gente sencilla de la Salamanca de principios de siglo revela un trabajo de documentación notable. La trama policíaca, que termina por ser relativamente insustancial, ayuda sin embargo en las primeras páginas a mantener el interés. |
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