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| Regina Beatissima
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| por Antonio Ruiz Vega
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Siguiendo con su línea de investigar los contenidos ocultos de la historia, que no tienen porqué ser necesariamente magicistas ni esotéricos, Juan García Atienza ha querido desmitificar ahora uno de las piedras de toque de ese españolismo de siempre que ahora regresa por do solía con la fuerza contenida de un periodo de autocensura.
Uno de los tópicos del bachillerato franquista era, en efecto, la unidad nacional conseguida por Isabel y Fernando al aportar en su boda los reinos de Castilla y Aragón (que a su vez llevaban, a aquellas alturas, enhebrados, casi todas las tierras de la península). Es un tópico y como la mayoría de los tópicos, falso, pues cada reino siguió manteniendo sus leyes y fueros, costumbres, tradiciones, etc.
Pero el afán –real– beatificar a la Católica tiene también otras apoyaturas históricas. La conquista de Granada, rompiendo tratados, o la expulsión de los judíos. Todo movido, según los exegetas, por piadosísimas intenciones.
La Reina Católica que emerge del libro de Juan es, por el contrario, una mujer ambiciosa, intrigante, carente en absoluto de cualquier ética, sea esta cristiana o cualquier otra.
Se habla aquí de una campaña mediática lo que puede parecer excesivo para el Medievo, pero es evidente que así fue. Campaña mediática que comenzó antes de la subida al trono de la Católica. Enrique IV, a través del que llegaba la línea sucesora de los Trastamara gozó siempre de pésima prensa.
Se le tildó de homosexual e impotente, y los cronistas se hacen lenguas de su incapacidad para desflorar a su esposa, Blanca de Navarra, pero hay que pensar en las costumbres de la época. Media Corte asistía al real himeneo… y tanto Enrique como Blanca tenían 15 años de edad. No consumado el matrimonio Blanca se divorció. Casado con la hermana del rey de Portugal Enrique consiguió por fin embarazarla y ella le dio una hija, Juana. Los nobles, sin embargo, apenas fue bautizada, achacaron su paternidad al favorito del rey, Beltrán de la Cueva. Proseguía la campaña mediática mientras Isabel y su hermano Alfonso, hermanastros de Enrique (su padre se había casado en segundas nupcias), continuaban su educación lejos de la Corte.
En suma, sin motivos claros ni evidentes, la línea sucesoria legal y dinástica que corría por las venas de Juana fue ignorada por la nobleza que, ya muy tempranamente, quiso nombrar al infante Alfonso heredero de Castilla. Y el siempre pusilánime Enrique IV llega a proponer una solución de transición descabellada: casar a Alfonso (un niño) con su hija Juana (recién nacida)…
La muerte de Enrique, nunca elucidada, arroja otra sombra sobre el desarrollo de todo el proceso sucesorio. Marañón, nunca convencido de la hipótesis de una úlcera gástrica, dejará escrito, "Mas es lo cierto que mucho mejor que cualquiera de ellas se acoplan los trastornos descritos a los de un envenenamiento; tal vez el arsénico, el más usado por entonces".
Y a la muerte de Enrique le sigue la del infante don Alfonso, tampoco nada clara. Se achacó a la peste, pero el físico que estudió el cadáver dejó escrito: "ninguna señal de pestilencia en él apareció".
Para hacer una larga historia corta, si los orígenes del reinado de Isabel no pueden ser más oscuros, su reinado lo es todavía más.
La mayor aportación de Atienza en este libro es el estudio pormenorizado del imponente lobby de los judeoconversos en el entorno de la reina Isabel. Es cierto que todo esto ya se había apuntado por otros pero aquí queda muy claro cómo las cosas no son lo que parecen. Y que, como aparece en Gárgoris Y Habidis el teatrillo macabro de la Inquisición Española tuvo circuncidados en los dos lados del escenario. Judíos de raza eran quienes se sentaban en el potro, luego en el banquillo y luego en el patíbulo, pero judíos eran también quienes les interrogaban, torturaban y, probablemente, ejecutaban. Pensar que el enorme poder económico que habían acumulado algunos hebreos españoles podía esfumarse por un quítame allá ese bautizo, es desconocer la capacidad de impostura y aclimatación (obligada) de esta raza. Por otra parte la situación era explosiva. Mientras hubo conversos conviviendo con judíos en ejercicio, los propios rabinos se ocupaban de denunciar a la Inquisición a los falsos conversos. La institución del malsín resultaba muy peligrosa para los recién aclimatados poderosos. Por eso se imponía la expulsión en masa…
Y algo mucho más cercano y que Atienza también detecta es que las viejas leyes castellanas, igualitarias, democráticas (aquel en Castilla nadie es más que nadie), comienzan también irse al garete con la reina santa. Y ¿qué queda? Lo que queda, y hay que felicitar al autor por percatarse, es la ironía, el desgarro, la mala fe, la retranca, la gramática parda: la picaresca.
Antes de que se escribiera El Quijote (la abominación de todo impulso noble, "un gran libro que ha hundido a un gran país", dijo no recuerdo ya si Byron o Chautebriand), la alta política maquiavélica de la pérfida Isabel había sentado las bases de un achabacanamiento del espíritu, de un descreer de todo idealismo, que llega hasta nuestros días.
Mujer al fin, mujer tenía que ser, enemiga de todo altruismo, ignorante de toda idealidad, seguidora de la costumbre, adoradora del qué dirán, celosa de su imagen pública….
No en vano los franquistas de la hora detectaron en ella un precursor y repristinaron los viejos símbolos de la sumisión. El yugo y las flechas…
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