|
Caín
|
por Lale González-Cotta
|
|
Las carencias de la LOGSE y su indigencia en esa cultura general de la que, laicismos aparte, debería formar parte la Biblia, han creado una generación inhábil para apreciar en lo que vale el audaz Caín de Saramago. No cabe esperar más de la misma generación que celebró en su día la insustancial excentricidad de El Diario de Bridget Jones sin sospechar remotamente que se trataba de una versión cinematográfica posmoderna de Orgullo y Prejuicio.
En cambio, quienes crecimos familiarizados con Adán, Job o Salomón en la misma medida en que lo estuvimos con el capitán Trueno, Scherezade o Los Cinco, festejamos el reencuentro con este malo malísimo del Antiguo Testamento que mató a su hermano por envidia, inaugurando para la posteridad el antonomásico adjetivo cainita, para cuyo discernimiento las víctimas de la LOGSE no tendrán más remedio que recurrir al diccionario En la línea iniciada hace veinte años por el controvertido El Evangelio según Jesucristo, Saramago retoma el tema religioso, haciendo gala de su capacidad para reinventar historias conocidas, ensanchándolas de modo que un familiar punto de partida sirva para emprender un viaje intelectual de más alcance, en este caso a través de tres cuestiones teológicas insolubles: predestinación, justicia divina y libre albedrío.
Saramago zigzaguea a su antojo por el Antiguo Testamento tras los pasos de un Caín condenado a errar eternamente por el mundo con una marca en la frente como estigma de su delito. El escritor, desde su agnosticismo bienhumorado, nos muestra a un Dios arbitrario y vengativo, culpable, o al menos colaborador tácito en el mal del hombre puesto que, como señala el Nobel con lúcida socarronería, para preservar la virtud de Adán y de Eva “habría bastado con no plantar el árbol” (p.15).
En contra de lo que pudiera pensarse, el escritor no agrede la sensibilidad cristiana pues ésta suele prescindir de este Dios colérico e impredecible e interpreta los primeros libros del Antiguo Testamento como lo que son: admirable ficción de la que extraer alguna conclusión a la luz del Nuevo.
En tono irreverente y mordaz Saramago se erige en defensor de este Caín que lo fue porque le tocó serlo y, en pos de él y andando y desandando en la cronología, revisita célebres episodios bíblicos como el caos de Babel, el Arca de Noé, el sacrificio de Isaac o la destrucción de las pecaminosas Sodoma y Gomorra. Como denominador común de estas breves escalas bíblicas prevalece la injusticia divina y la pueril arbitrariedad que lleva al Creador a acoger o a preterir a sus criaturas rigiéndose por inmoderados caprichos. De este modo, Caín, habitante como nosotros al este del Edén, ejemplifica la perpetua desavenencia entre Dios y la humanidad, y da pie a Saramago para concluir que “la historia de los hombres es la historia de sus desencuentros con dios, ni él nos entiende a nosotros ni nosotros a él'. (pág.98).
|
|