|
Viviré Con Su Nombre, Morirá Con El Mío
|
por Antonio Ruiz Vega
|
|
Esta breve obra (el tipo de letra es generoso) de Jorge Semprún versa sobre su estancia en el campo de concentración de Buchenwald en 1944, ya en el último tramo de la Segunda Guerra Mundial, con las tropas americanas a punto de violar las fronteras de la Gross Deutchsland y mientras el III Reich intentaba un órdago a la grande retomando la iniciativa bélica en lo que sería el canto de cisne de las panzerdivision. La ruptura por las Ardenas, repitiendo el plan Manstein que había literalmente cercenado a las tropas anglofrancesas en el 40, a punto estuvo de arrojar de nuevo a los aliados al mar. Fracasó por problemas de logística, de inferioridad aérea y, sobre todo, por la inusitada resistencia de los paracas yanquis en Bastogne, a la que hace reiteradas referencias el joven Semprún en su universo concentracionario, intuyendo que su suerte y la de sus compañeros estaba en manos de aquellos obstinados soldados que resistieron cuando nadie imaginaba que pudieran hacerlo.
Viviré Con Su Nombre, Morirá Con El Mío, hace referencia a la posibilidad que, durante unos días, existió de que la personalidad de Semprún fuera intercambiada por la de François, un joven parisino al que conocía y que llegó a Buchenwald el mismo día que él, pero que soportó mucho peor el cautiverio, falleciendo prácticamente en sus manos en el transcurso de una aciaga noche. Lo que desencadena la preocupación de los compañeros comunistas del joven Semprún es un mensaje que logran interceptar y que, proveniente de la Gestapo de París, se interesa por el preso. Finalmente se sabrá que este informe lo ha solicitado el embajador español, a instancias del padre de Semprún y que, por lo tanto, no es fatídico, como se temían, sino en todo caso todo lo contrario. No obstante, para el paranoico mundillo de la resistencia del Läger, esta circunstancia provoca una reunión tensa donde Semprún es acusado poco menos que de agente de Franco, y el que su relación con los servicios secretos británicos se interprete también en clave conspirativa. Precisamente sus acusadores serían, años después, a su vez acusados de colaboracionistas con las SS e incluso uno de ellos moriría anónimamente en el Gulag.
Por lo demás la novela es una morosa descripción de un universo concentracionario como era Buchenwald, aunque curiosamente Semprún no ha querido cargar las tintas, cosa que algunos le han reprochado. Las duras condiciones de trabajo –algo suavizadas en su caso por el conocimiento del alemán y su adscripción a un servicio burocrático– no se ocultan, ni la elevada mortalidad, provocada casi siempre por la desproporción entre las magras calorías ingeridas y el trabajo físico que se les exigía (tampoco faltaban las crueldades gratuitas una de las cuáles debió sufrir el propio autor, obligado a cargar con una piedra descomunal, de la que le libró un anónimo ruso atlético en el que el agradecido adolescente encarnó por un tiempo los valores genéricos del Hombre Nuevo leninista, ver página 60), pero tampoco oculta los momentos –escasos– de esparcimiento, las diferentes válvulas de escape que aliviaban en algo su suerte, como las canciones lenitivas de los domingos, en la ronca y sugerente voz de Zarah Leander, que servía de inspiración masturbatoria a más de uno, o la existencia inopinada de una biblioteca donde, amén de decenas de ejemplares intonsos de Mein Kampf o El Mito Del Siglo XX, de Alfred Rosemberg, los internos podían leer, como hacía Semprún, Absalón! Absalón!, de Faulkner (ver pág. 80).
Años después Hans Magnus Enzensberger le regaló un ejemplar de la misma edición en alemán (1938, de Hermann Stresau).
En la página 100 explica el autor cuál es su patria y cuál su lengua. Decisión que afirma haber tomado en 1939, en París, decidiendo que la lengua francesa era (para él) lo más parecido a una patria, aun sin renegar del todo del castellano (que seguía, en su interior, en estado de coma, privado de valor de uso y comunicación). Evidentemente este libro está escrito en francés (traducido por Carlos Pujol), con alguna citas en castellano, pero muy pocas ante las numerosísimas en alemán.
No es muy contemporizador con el castellano (sobre todo habiendo sido ministro de cultura de un país cuya lengua oficial –aunque sea co–oficial en algunas autonomías– es precisamente esta).
Habla, en la página 103, de la grandilocuencia castellana tan natural en esta lengua imperiosa, imperial, de una triunfal rotundidad sonora que hay que saber modular, dominar. A veces pienso que, abandonado a sí mismo, a los tropismos de su retórica consustancial, el castellano se cree el idioma del Dios de todas las cruzadas... Se habrá quedado tranquilo tras encadenar gratuitamente esta lista de tópicos...
Evidentemente en esta obra se mezclan –es inevitable– las voces del Semprún de entonces y del actual. Muchas de las meditaciones sobre el carácter totalitario del comunismo son a posteriori, aunque no por ello menos sinceras. La narración, como él se encarga de explicar en las páginas finales, cuando explica que los nombres de Walter Balter y Ernst Busse (sus interrogadores en Buchenwald por parte de la Komitern) son reales, oscila entre el artificio literario y lo que sería puramente un libro de memorias, frontera que a veces parece diluirse y hacernos caer un poco en la confusión.
Testigo privilegiado de un universo concentracionario creemos que, con esa voluntad ya reseñada de no cargar gratuitamente las tintas, lo que viene a decir es que lo terrible es la privación de la libertad y las miserias que esta privación conlleva, que no hace falta añadir sevicias porque el no ser libre ya lo es bastante. Sin olvidar la falta de intimidad, algo muy difícil de soportar en periodos largos de tiempo. Para qué mencionar el consabido cortejo de hedores diversos y la convivencia cotidiana con la suciedad...
En la página 120, cuando se libra al recuerdo emocionado de lo que significó para más de una generación del Manifiesto del Partido Comunista, deja caer que, en su caso, la lectura de Nietzsche, fue anterior a la de Carlos Marx y aprovecha para calificar de antiguallas ("¡Mierda, qué antiguallas!"),a la Genealogía De La Moral, al Nacimiento De La Tragedia y hasta al Así Habló Zaratustra. Evidentemente el autor puede pensar lo que quiera, incluso retrospectivamente, pero deberá reconocer que las tres obras son posteriores en el tiempo y en el tempo de la evolución del pensamiento europeo al manifiesto de Marx y Engels... En cuanto a decidir hoy cuál de los dos es más antigualla (Marx o Nietzsche), bueno, eso caería dentro de lo opinable y de lo discutible.
En cuanto a estas premoniciones del carácter totalitario del comunismo, es esclarecedora la anécdota de las páginas 137 y siguiente, cuando Otto le advierte que en la U.R.S.S. hay también campos de concentración y él le responde que, en todo caso, serán campos de reeducación, cayendo en la cuenta que precisamente esa es la denominación oficial (en alemán Umschulunslager) de Buchenwald. Otto le propone que hable con un preso ruso que ha estado en Siberia. Semprún, tras muchas dudas, accede. Pero es el preso, al saber que Semprún es comunista, quien no quiere verle porque piensa que jamás le convencerá. Semprún, retrospectivamente, admite que esa era, entonces, la verdad: no le hubiera creído.
|
|