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Silencio de Hielo
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por Lale González-Cotta
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Quien no conozca bien el género negro podría pensar que el fenómeno Millenium ha prendido una mecha imparable que ha disparado la producción de los autores nórdicos, consecuencia de la cual sería el creciente número de novelas policíacas escandinavas que atestan las librerías y copan espacios considerables en revistas y suplementos literarios. Pero esto no es así exactamente.
Aunque indudablemente el éxito de la saga de Larsson ha encendido el interés del público por la literatura nórdica y de ello se han beneficiado -y se beneficiarán- los colegas del exitoso escritor sueco, la fuente original ya estaba ahí y Larsson sólo fue un alumno aventajado. Desde los años 60 se considera al matrimonio constituido por Maj Sjöwall y el periodista de sucesos Per Wahlöö (éste último ya fallecido) como los padres del género policíaco. Su personaje estrella, el investigador Martin Beck, se convirtió en poco tiempo en el sabueso más célebre de la ficción escandinava. Discípulos del matrimonio sueco se han confesado también otros maestros imprescindibles del género como Henning Mankell, Anne Hall o Jo Nesbo. Su sombra se proyecta también sobre la obra de Arnaldur Idridiason (La mujer de verde, RBA) y sobre la de Camila Läckberg (La princesa de hielo y Los gritos del pasado), entre otros.
Las causas de este auge habría que buscarlas en el devenir de la sociedad escandinava y en la progresiva desintegración del mito que hacia los años 70 la encumbraron a la categoría de paradisíaco modelo social. El costumbrismo policíaco vino a desenmascarar esta falacia, poniendo de manifiesto los vicios de una sociedad en declive, con altos índices de violencia, corrupción y criminalidad.
Aunque nacido en Frankfurt, Jan Costin Wagner se integra en esta tradición escandinava por afinidad y matrimonio (su mujer es finlandesa). El éxito internacional le llegó con Luna helada (Edhasa, 2008), en la que pudimos conocer a Kimmo Joentaa, un inspector de homicidios muy peculiar que enlaza con la estela de investigadores creados por los autores antes citados. Tienen en común los detectives nórdicos el ser personajes corrientes, casi grises, apegados a la ley y, por consiguiente, alejados tanto de la extravagancia de los personajes de Larsson como de la tradición bravucona y transgresora de los especímenes americanos tipo Harry el Sucio.
Al igual, precisamente, que Harry Callagham (pronunciése Clint Eastwood) también Joentaa ha perdido a su mujer. Pero ahí termina el posible parentesco entre ambos detectives. Joentaa no se fustiga ni fustiga al mundo por su pérdida, sino que ésta se traduce en un ensimismamiento melancólico y taciturno que interfiere sin aspavientos en su vida personal y profesional. En Silencio de hielo reencontramos a Joentaa husmeando entre dos crímenes: uno, sin resolver, perpetrado treinta y tres años antes y otro, reciente, que al igual que el anterior empieza con la desaparición de una chica al pie del mismo bosque y con una bicicleta abandonada como único rastro. Nos muestra Costin Wagner un equipo policial integrado por funcionarios más o menos competentes, capaces de chispazos de sagacidad, pero también transitoriamente incompetentes, víctimas de descorazonadores palos de ciego. Son, en otras palabras, el muestrario de cualquier comisaría local afincada en la vida misma. Sus limitaciones quedan patentes en el insólito final que no desvelamos por razones obvias, pero que dejará insatisfecho al lector esperanzado en que la ficción corrija siempre la realidad. Tendrá que ser paciente y esperar a ver si la tercera entrega del inspector Joentaa ajusta cuentas con el pasado. Mientras tanto, dispónganse a disfrutar de una novela interesante, bien trazada y de original estilo narrativo, por la que circulan personajes verosímiles que, desde un enfoque distinto, abordan el tema de la culpa, la pérdida, la impunidad y el crimen.
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