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Si esto es un hombre
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por Miguel A. Zapata
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La tragedia de Primo Levi (Turín, 1919-1987), su suicidio casi a destiempo, no debe interpretarse hoy, a la luz de la Historia europea del siglo XX, como una debacle personal sino que alcanza más bien las resonancias de una alegoría del horror humano, de símbolo colectivo. Porque fue precisamente el lento y atroz proceso de deshumanización y cosificación posterior el que capitaliza los análisis sobre el Holocausto nazi y la barbarie de los campos de concentración.
Como miembro de la resistencia norteña italiana contra la Alemania nacionalsocialista, Primo Levi, químico de formación, fue capturado y deportado a Auschwitz (donde habrían de encontrar la muerte 1´3 millones de personas, el 90% judíos) en el invierno de 1944, hasta la primavera de 1945 en que se procede a la liberación del campo de concentración polaco. Dos años después, publicaba Si esto es un hombre, novela-testimonio de su estancia en el Lager (término alemán para los campos de concentración o exterminio), que junto a La tregua y Los hundidos y los salvados, constituyen la llamada Trilogía de Auschwitz, monumento literario de la gran infamia que supuso la solución final que el III Reich impuso como método de progresiva eliminación de la raza judía.
Usualmente, se considera la obra de Levi como una suerte de autobiografía novelada, y así conviene el propio autor en definirla. Pero como ocurre con todos los testimonios gestados en la Europa castigada por la expansión nazi, deviene finalmente en documento histórico y análisis de la condición humana sometida a la degradación más flagrante. Sin embargo, y esto es lo que hace inmensas estas páginas, es plausible desvincular a Levi de las más representativas voces de la tragedia judía (Anna Frank, Edith Stein, el Imre Kerstez de Sin destino o el Viktor Frankl de El hombre en busca de sentido), gracias esencialmente al enfoque que elige para construir la minuciosidad lacerante de Si esto es un hombre.
Si el estilo narrativo supone la configuración de una voz acorde con lo narrado, explicativa de la historia, Primo Levi se deshace de toda afectación lingüística para alcanzar el tuétano de su experiencia como preso en Auschwitz III (Buna-Monowitz), campo de trabajo esclavo para la empresa alemana IG Farben, dedicada a la elaboración de combustibles líquidos y goma sintética. Alzándose como un ente registrador de lo que vio, oyó, supuso y constató, la sensación que nos deja la lectura es la de una estupefacción sin nombre ni rostro, que no pretende la exaltación emocional ni melodramática sino el análisis racional del horror. Porque la belleza oscura de esta obra es precisamente ese distanciamiento casi místico, conmiserativo y a la vez frío como un catastro de debacles.
Desde el inicio de su repaso por las penalidades de su deportación, traslado y posterior llegada al campo, Levi es consciente (así lo constata su alternancia de tiempos verbales, desde el presente vívido que desconoce su futuro inmediato al neutro pretérito perfecto simple para relatar acontecimientos sincrónicos), es consciente, decimos, de que, una vez en los barracones infectos y entre el resto de los presos (políticos, judíos, criminales o alemanes arios), su cuerpo deja de pertenecerle y el recurso a la dignidad del pensamiento y la reflexión sobre lo vivido día a día pasa a ser un ejercicio poco práctico que convenía evitar si de sobrevivir se trataba. Establece así una teoría radicalmente nueva de la supervivencia, que no es acatamiento ni rebeldía, sino una suerte de negativa al consentimiento del horror que se despliega en las arbitrarias ordenanzas del campo. De esta manera, un acto mínimo cotidiano como dar betún a los zapatos que se reparten de forma colectiva (una vez desinfectados y despojados de todas sus pertenencias como primer episodio en el proceso de reificación de los presos) no es asimilable a una sumisión desesperada, sino interpretable como un arrebato de dignidad e higiene que les permite seguir aferrándose al hombre civilizado que aún late en cada uno de ellos, “para seguir vivos, para no empezar a morir”. Este es el prodigio intelectual de Levi, la maravilla del análisis de su experiencia: la posibilidad de crear un orden secreto dentro del campo, un orden de pequeñas victorias simbólicas que les permita seguir adelante, aun sin aludir casi nunca a un atisbo de esperanza de salvación: ciegos que aún guían sus propios pasos por el borde del abismo.
La duda ética y vital surge ante esta determinación: ¿será realmente necesario establecer un sistema y practicarlo o será más saludable tomar conciencia de no tener sistema? Sabedor de que su personalidad y dignidad son frágiles en la pesadilla del cautiverio, antepone la salvación de los valores espirituales a la segura condena del cuerpo. No hay, por tanto, en Primo Levi, una lamentación bíblica por el destino de su pueblo tanto como una pesadumbre casi ecuménica por el mal que el hombre es capaz de infligir al propio hombre, cumpliendo así la profecía hobbesiana en su más alta cota de devastación. La cotidianeidad de las labores del duro trabajo en el campo y del trato feroz que los oficiales de las SS y los Kapos de sección aplican a los presos, aun bajo mínimos de dignidad y capacidad de resistencia, termina por convertirse en una rutina ante la que caben dos opciones: sucumbir o aceptar la costumbre de lo ignominioso, convertirse en un animal que pone la testuz bajo el cuchillo o en un animal que continúa, tenaz, su existencia indigna pero acomodada a la repetición de las jornadas y a la idea de que, resistido el límite de cada día, lo peor siempre ha pasado ya y puede volver a repetirse el proceso indefinidamente hasta que el cuerpo aguante.
Se acepta, pues, la nueva condición animalesca en que Auschwitz ha convertido al hombre, pero sólo como víctima de circunstancias ajenas a él, a su espíritu. De esta manera, y ante la ausencia casi absoluta de una futura perspectiva liberadora, el tiempo se dilata y los objetivos se fían a un plazo reducidísimo (conseguir raciones extra de rancho, extraperlos en los confines alambrados de la Buna, selecciones promisorias para la sección del laboratorio…) que permita no desfallecer de esperanza o desesperación. Se permite así Levi sobrevolar su condición de judío, su propia subjetividad de condenado para elaborar juicios de valor humano donde la delimitación de víctimas y verdugos es un hecho difuso que trasciende a la persona individual para configurarse como algo intangible que debe ponerse en relación con la cultura, los procesos de evolución e involución de los pueblos o las ideologías al servicio de instancias superiores (el volkgeist de Fichte y Herder, el lebensraun ratzeliano y hitleriano). De esta manera, se promueve en Auschwitz la desmemoria y el nuevo orden destructivo e inhumano del Lager como único viable y aceptado, modificando así esta nueva perspectiva vital de víctimas y verdugos el aparato ético y moral de éstos.
Para Levi, por otra parte, y en relación con esta ambigüedad de la naturaleza espiritual de los protagonistas del campo de concentración, también las extremas condiciones del Lager hacen aflorar los sufrimientos atávicos y presentes de los judíos, así como el peso de sus tradiciones y la educación de hostilidad hacia el extranjero para, según sus propias palabras, “convertirlos en monstruos de insociabilidad e insensibilidad” (las delaciones entre presos, la ausencia de solidaridad con los enfermos de la Krankenbau que son el estigma inmediato del envío a los hornos crematorios, las diferencias de trato entre presos según nacionalidades…). Esta conciencia crítica y polémica de su propia raza (asumiendo que la barbarie del nazi es algo incontrovertible y unánimemente abominable), da a su obra una dimensión nada maniquea y profundamente desolada en el análisis del hombre enrocado en sus condicionamientos raciales, culturales o sociales, y no considera que el mero hecho de la naturaleza de preso deba considerarse una condición propia de héroes, santos o mártires. Con ello, no nos habla solo del Holocausto como una tragedia eminentemente judía, sino de una manifestación de hasta qué punto el hombre es capaz de trazar la eliminación o el dolor extremo de sus semejantes mediante procedimientos de una locura y una brutalidad amorfas: el nazi es un producto aberrante y subhumano de un tiempo y una Historia concreta (la del pueblo alemán desde su nacimiento como nación en el siglo XIX y su posterior deriva como Estado militarizado, vencido y anclado en la obsesión de revancha y gloria épica perdida), pero también es ese monstruo que se agazapa en cada hombre y que puede alzarse sobre sus patas si las condiciones alimentan su pasión destructiva mediante la despersonalización y la influencia de la sociedad de masas (propaganda, pertenencia a instancias superiores, descrédito de lo personal en pro de la vivencia colectiva…) en la identidad del individuo. La normalización del espanto llevó al Levi prisionero en Auschwitz a no juzgar los actos individuales de inhumanidad (los de carceleros y condenados), puesto que se habían normalizado en virtud de una ideología infame que elimina el juicio moral en unos y la dignidad humana en otros.
Pero a pesar de estos crueles procesos de deshumanización (que se concretaban, sobre todo, en no tratar de entender, en no buscar causas a su situación), se trazan también en la obra algunos párrafos donde la pervivencia de valores morales esenciales como la bondad fuera del Lager (en Lorenzo, ese obrero italiano que le aporta a través de la alambrada durante seis meses alimentos, ropa y cartas de su familia) permiten al esclavo casi rendido la posibilidad de creer que aún pervive ahí fuera algo similar al hombre que dejó atrás al ser detenido, y que incluso le anima a seguir considerándose una persona.
La relatividad del valor de la vida, el sometimiento al azar, la eliminación consecuente del deseo de vivir o morir, el miedo a ser borrados de la Historia como un sueño de civilización olvidada, la naturaleza y el destino irrevocables de los pueblos (alentados por su propia Historia), la vergüenza y el autodesprecio de los condenados ante su propia condición, la pérdida irremediable de las emociones que impide a los presos celebrar la liberación del campo por las tropas soviéticas… A pesar de todo el dolor y la destrucción progresiva del hombre que Primo Levi analiza con una precisión rayana en el masoquismo, su obra es, sin embargo, un altar sangrante erigido a la resistencia última de algo que quizá ya no era humano, como decíamos (y tal y como habían considerado que era un hombre en su vida anterior todos los condenados a Auschwitz), pero que podría volver a serlo, cuando las condiciones del supremo horror de la solución final trazada por el III Reich se desvanecieran en las catacumbas de la Historia, cuando su indomable capacidad de supervivencia rehiciera desde sus propias cenizas (que no del olvido, y esta obra inmensa así lo atestigua) al Hombre, por encima de conceptos alienantes como el Estado o el Destino o el Espíritu del Pueblo, que tan destructivos y vacuos han demostrado ser.
Sólo el suicidio de Levi en su edad declinante, arroja una sombra de duda e inquietud a la esperanza que surgió tras la liberación del campo (apenas nunca durante su vigencia en la Europa devastada): la sombra del lastre invisible de la destrucción espiritual del ser humano que en Auschwitz se obró y que casi desmiente (¿o más bien confirma?) las propias palabras enigmáticas de Primo Levi: “Destruir al hombre es difícil, casi tanto como crearlo”.
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