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Monstruos Cotidianos
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por Miguel Ángel Zapata Carreño
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El cuento, ese género hoy al alza que ha sufrido en nuestras letras un olvido palmario de décadas, requiere, para ser excelso, la existencia de dos corrientes en su gestación y desarrollo. La primera alude a su apariencia más evidente: la trama o el argumento (nunca la misma cosa) que se nos muestran en primer plano. La segunda es un magma indefinible de tramas ocultas, elipsis, niveles de lectura inaprensibles y misterios que borbotean en algún lugar por encima o por debajo de lo evidente. Si hablamos de un buen cuento, aquella primera corriente nos ofrecerá la sensación placentera de haber acabado, con el último punto, la lectura de la narración; la segunda, nos inquietará al susurrarnos al oído que la lectura no acaba ahí, que algo sigue fluyendo en su interior y crecerá durante un tiempo en nuestra conciencia lectora como una enredadera.
Los cuentos que Cristina Gálvez (Melilla, 1978) ha incluido en Monstruos cotidianos, publicado por Traspiés, la elegante editorial granadina especializada en narrativa breve, responden a esos criterios de lo que debe ser un buen cuento, y en algunos casos, en este libro, a la creación de textos de excelente factura. Con un estilo preciso y alejado de ornamentos innecesarios, ha tejido la melillense afincada en Granada una obra conceptual en torno a la idea de la inquietante flexibilidad de los conceptos tradicionales y maniqueos de normalidad y aceptación. Su logro esencial es articular tramas donde lo oscuro y lo doloroso son mostrados con un equilibrio narrativo exquisito donde la deformidad se muestra entre líneas y supone un alegato a la participación del lector mediante la reelaboración de lo leído. De esta manera, la autora guarda una prudente distancia con sus personajes, a los que no juzga, sino que presenta a corazón abierto, en tramas que basculan desde el horror a lo fantástico o a las escenas de íntimo costumbrismo urbano.
Así, por ejemplo, en Bésame mucho, donde la inocencia de los dos músicos callejeros neófitos se torna, de manera imperceptible, y a través de la decepción, en una resignación que se rinde ante la necesidad de la picaresca en los supervivientes. O la búsqueda de la ficción para mantener pasiones olvidadas de la pareja protagonista de Escena. O la delicadeza neogótica (con indudables ecos de la perversión dulce de Poe o Flannery O´Connor) en Annabel Lee, la niña rara que oculta en un cobertizo ruiseñores torturados hasta la muerte y nos sitúa frente a la fascinación por el horror y lo morboso que anida en cada ser humano. Todos ellos ejemplos encomiables de cuentos bien construidos, con una prosa elegante que consigue cotas de notable lirismo a través, no exclusivamente del lenguaje, sino de la capacidad para bucear en el alma de sus criaturas y extraer vísceras y perlas, ternura y horror, y que sintetizan a la perfección las palabras de la azafata acosada por su propia sonrisa en El problema de ser azafata: “Ahora, todavía me queda la duda de si decantarme por la lucha libre o convertirme directamente en kamikaze”.
En este su segundo volumen de cuentos, Cristina Gálvez se alza como una voz novedosa y necesaria en el panorama literario español, falto de obras sensibles y de elaboración minuciosa como Monstruos cotidianos, alejadas de ese panorama de luchadores y kamikazes en que se convierten a menudo las listas de ventas en el mundo del libro.
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