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La Represión Cultural En El Franquismo
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por Antonio Ruiz Vega
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Circunscrito en realidad a la censura de libros desde la entrada en vigor de la famosa Ley de Prensa promovida por Manuel Fraga, este libro refleja bastante bien el pantanoso mundo de la edición durante la última etapa del franquismo.
La propia ambigüedad de la ley hizo que durante este periodo se alternaran los momentos de apertura y los de cerrazón casi total. El famoso artículo segundo se convirtió en la espada de Damocles de los editores de libros lo mismo que de los de prensa, aunque ese es otro mundo, en el que no se entra.
Los criterios, como se deduce de la lectura de este libro, eran completamente discrecionales y dependían en muchos casos de la persona determinada que ocupara el cargo público.
En general la gestión de Ricardo de la Cierva en los últimos años del franquismo es aquí bastante valorada pese a que, como es sabido, era un hombre del régimen y defendió siempre la existencia de alguna censura.
Por cierto que una de las figuras del franquismo que protagonizó el sistema de censura fue el luego tan alabado Sabino Fernández Campos, subsecretario de Información y Turismo a partir de julio del 76.
Una de las conclusiones que pueden extraerse es que debido al propio barroquismo de los mecanismos de control, la censura era en muchas ocasiones deficiente y que resultaba factible meterle goles a su pesar. Aunque otras veces se producían situaciones totalmente surrealistas debido a la incultura de los efumísticamente llamados lectores, una especie de lumpemproletariado del régimen que ejercían su función a muy bajo precio y en condiciones precarias.
La falta de unas reglas del juego claras produjo que muchas veces libros que se habían publicado bajo permisos verbales o acogiéndose al llamado silencio administrativo fueran luego secuestrados. Otras veces, pese a cumplir todos los requisitos, el libro era denunciado a posteriori por algún lector “más franquista que Franco”. Por fin, en la última etapa, de cierta apertura, se produjo el fenómeno violento de la ultraderecha (Guerrilleros de Cristo Rey, PENS, etc.) con el consabido rosario de bombas, atentados y cremación de libros.
Algo de todo aquello lo viví en primera persona, pues mi padre tuvo librería abierta a partir de 1969 y por allí pasaba buena parte de la oposición del momento en busca de literatura subversiva. Eran frecuentes las visitas de la Brigada Político Social en busca de libros a secuestrar, que a veces se retiraban y otras se levantaba acta de su existencia y depósito para posteriores comprobaciones. Algo supimos también de amenazas anónima o no tan anónimas, de visitas personales de integristas del momento que sugerían veladamente retirar ciertos libros del escaparate. Hubo alguna que otra rotura de lunas, pero la cosa, que yo recuerde, no pasó de ahí.
Lo que si recuerdo es el escaparate que organizamos en una ocasión con libros torrefactos provenientes del atentado contra los almacenes de la Distribuidora de Enlace, que envió algunos a las librerías más comprometidas de toda España.
Como hemos adelantado los criterios censores dependían en muchas ocasiones de las particulares fobias del gerifalte de turno. Algunas verdaderamente insólitas, como el empute que al parecer tenía el mosén Vázquez (dominico: de casta le viene al galgo), quien la tenía tomada con el popular superhéroe norteamericano Superman. Transigió, mal que bien, con la importación de los cómic mejicanos de la Novaro (que hedían a sentina de trasatlántico), pero se negó como gato panza arriba a que se imprimieran aquí las aventuras de Clark Kent y Louisa Lane. A lo mejor el fraile veía en el asunto resabios nietzscheanos... Si le sirve de consuelo, he de confesarle que no iba muy equivocado. Recuerdo perfectamente que mi crisis de fe en el cristianismo estuvo provocada por la lectura de Superman. Puestos a comparar superpoderes el del pijama azul vencía por puntos a Jesucristo y los principios de su moral (golpe por golpe) me parecieron más sugerentes que aquello tan poco viril de poner la otra mejilla. En un combate cuerpo a cuerpo el de Judá no tenía media hostia...
Los censores (algunos voluntarios y hasta gratis et amore) provenían de los círculos clericales del régimen y otros del entorno del Ejército. Era frecuente, se nos dice, que los primeros se cebaran con los títulos sospechosos de erotismo mientras que los segundos dejaban pasar esto e incidían más en cuestiones ideológico–doctrinales. Cada loco con su tema.
Por lo visto la censura infantil era la más imaginativa y disparatada. El cuento El Tío Popoff, de Lúmen, fue censurado por incluir esta frase: “La lluvia es omnipotente”, y en la edición infantil de El Escarabajo De Oro, de Poe, se suprimieron palabras como cráneo o vestidos viejos. En Las Aventuras De Bombilla, de Laia, el censor creyó descifrar una comparación entre Cristo y Lénin (esto si que es método paranóico–crítico y no el de Salvador Dalí).
Y encima estaban los espontáneos como Blas Piñar que se ponía las botas denunciando por libre a Neruda, Camilo José Cela y hasta al pobre de Gironella.
Los Taraumara de Antonin Artaud fue denunciado por un tipo que confesó más tarde “que no había leído el libro,” y es curiosa la persecución contra André Breton, a quien llegó a prohibirse hasta la excelente biografía (Breton Según Bretón) de Sarane Alexandrian.
Una de las razones que fueron haciendo recular el afán lector es sin duda la proliferación que tuvieron las editoriales españolas ya en los años setenta. Cuando se pasó el listón de los 20.000 títulos años, el control era casi imposible. Ricardo de la Cierva confesó que, en teoría, tenía que leerse 700 y poco libros a la semana, algo completamente imposible y que, en todo caso, hubiera exigido un numeroso y bien remunerado ejército de lectores. En aquellos últimos años era casi imposible ponerle puertas al campo, pese a lo que continuaron los secuestros, los procesos, etc.
El libro se completa con unos apéndices donde constan los libros secuestrados, los procesados, aquellos de los que se suprimieron partes, etc.
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