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La Habitación De Ámbar
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por Francisco J. Vázquez
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Desde que acabó la II Guerra Mundial y las tropas aliadas derrotaron a las huestes nazis, quizá la Habitación de Ámbar haya sido el tesoro cultural más buscado de todos los que fueron expoliados por aquellos ladrones con paso de ganso. Y es que podría definirse como una de esas escasas y contadas maravillas creadas por el hombre cuya suntuosidad y belleza dejaron boquiabiertos a todos quienes tuvieron la oportunidad de verla.
Hagamos memoria... La Habitación de Ámbar desapareció en 1945, junto con decenas de miles de obras de arte que los alemanes del III Reich ocultaron viendo la inmediatez de la derrota que les aguardaba y, quizá, con la remota esperanza de que las cosas cambiasen y poder el día de mañana recuperar un botín que habían saqueado a costa del sufrimiento y la masacre de sus dueños.
Aquella joya fue un capricho de Federico I de Prusia que, en el año 1701, quiso que uno de sus estudios en el palacio de Charlottenburg estuviese revestido de paneles de ámbar, del suelo al techo. No en vano era un gran amante de aquel material (aunque habría quien podría decir que más que amante estaba obsesionado). Se divertía casi a diario observando muchas otras piezas de esa resina solidificada y que ya obraban en su poder: candelabros, piezas de ajedrez, lámparas, pipas, jarras... Así que encargó aquella suntuosa obra a un arquitecto de su corte, Andreas Schülter. En 1707 se comenzaron las obras que se extendieron durante unos 4 años, si bien no fue oficialmente inaugurado hasta 1712 con la visita de Pedro El Grande de Rusia.
Como particularidades más destacadas de aquella suntuosa estancia cabría comentar que cada lámina fue pulimentada una y otra vez hasta alcanzar un grosor no mayor de 5 milímetros; cada pieza fue posteriormente tratada y calentada para alterar su color. Esas láminas fueron posteriormente distribuidas como si de un puzzle se tratase, creando un increíble mosaico sobre paneles que contenían tallados de motivos florales o escudos heráldicos.
En 1716 el hijo de Federico I de Prusia, Federico Guillermo, sella una alianza con Pedro el Grande entre Prusia y Rusia contra Suecia, cediendo en señal de agradecimiento la increíble habitación, que es trasladada a San Petersburgo y cuidadosamente almacenada en los sótanos de palacio. Pasarían 30 años hasta que la hija de Pedro el Grande, Isabel, ordenase al arquitecto de la corte, un tal Rastrelli, que exponga los paneles guardados en el Palacio de Invierno de San Petersburgo. Tal es la admiración que siente al verlos expuestos en todo su esplendor que por orden suya son trasladados en 1755 al Palacio de Verano de Tsarskoe Selo (que posteriormente se conocería como Palacio de Catalina), lugar donde se instalarían mejorándose y añadiendo nuevas piezas a las ya existentes hasta comenzado el siglo XX (la última añadidura al contenido de tan colosal sala fue una corona de ámbar sobre un cojín, adquirida en 1913 por el zar Nicolás II).
Durante unos 180 años la Habitación de Ámbar permanece en aquella ubicación hasta que en 1942, después de que las tropas nazis hubiesen entrado y saqueado el Palacio de Catalina, se ordena que la trasladen al castillo de Königsberg por orden del mismísimo Führer. Allí aguardará hasta que, en abril de 1945, y ante la inminente caída del régimen de la svástica, las láminas y todo el contenido de tan colosal tesoro desaparecen de la faz de la tierra como por arte de magia mientras son trasladadas a Sajonia por carretera.
Es aquí donde comienza la trama de la novela de Steve Berry, en la búsqueda de esa habitación, de esos paneles, de esa joya que ha permanecido desaparecida durante décadas. Con gran maestría el autor va a mezclar el suspense con la acción, asesinatos con tramas tan plausibles que todos podríamos ser piezas de un juego como el que se narra. Los personajes son de lo más corrientes, y al mismo tiempo elementos indispensables de un entramado que se ajusta como un puzzle al desarrollo. Ingredientes principales: avaricia, juego sucio, sorpresa, indignación, odio, amor, orgullo y, quizá, más mala leche de las habituales en este tipo de historias.
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