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| La Calma Apasionada
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| por Francisco Contreras Gil
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Adriano fue un emperador viajero, constructor de grandes ciudades, calzadas y monumentos. Es más, como así consensan muchos historiadores, su gobierno marcó la época dorada del imperio romano.
Quizás sea eso, y seguramente el que naciera en Itálica, la antigua Hispania, lo que es en la actualidad la provincia de Sevilla y antaño la primera ciudad romana de España, lo que le ha convertido en el protagonista del último trabajo literario de Antonio Costa publicado por la Editorial Cultiva.
La calma apasionada, como escribía anteriormente una novela rubricada por Antonio Costa -profesor de literatura, amante del tinto y Jacqueline Bisset, de las hortensias y de la poesía de Rilke, autor además de obras como El Tamarindo, La seda y la niebla o Las fuentes del delirio-, no hace sino reflejar, con un lenguaje magistralmente fotográfico y una sensibilidad que estamos seguro que le cautivará y emocionará, cómo pudieron ser los últimos dias del emperador Adriano.
Las vivencias y emociones de Adriano, señor del mundo, caminando delante de la piscina de Pecilio, en sus pausados recorridos por los museos custodiados por los rostros de Neptuno, Atenea y ante los cuerpos desnudos del Peloponeso. Recordando, ante la diosa Isis, los desembarcos en Alejandría, sus cacerías de leones en Egipto o sus continuos conflictos en Jerusalén, son parte del argumento de esta obra.
Una novela que tiene la capacidad de transportar al lector de forma sencilla y clara a un mundo que no es precisamente de leyenda sino de magia y belleza. Un manuscrito donde se relata la especial sensibilidad que mostraba el emperador por todo aquello que tuviera relación con la pintura, la escultura, la arquitectura, la belleza o la música.
'Llegó la noche del dos de junio. Estaba ahogado -rubrica Antonio Costa- y le dolían los riñones y la espalda. Tenía taquicardia, a ratos le parecía que se ahogaba. Después de cenar quiso dar vueltas por la villa y apreciar todas las construciones. Sintió que Tívoli estaba más allá de las vulgaridades de la vida cotidiana. Se paseó entre los pórticos, caminó con calma, observó la curva de agua del Teatro Marítimo. Se puso a evocar conservaciones que había tenido, lo que había soñado. Se quedó mirando todo aquello como si mirara lo mejor de su vida. Ordenó que abrieran los museos, que encendieran antorchas en las estancias a las que llegaba. Se quedó mirando los retratos de los dioses olímpicos, que reunían todos los deseos de los hombres'
Y es que al comenzar las primeras líneas, tenga en cuenta que emprenderá un maravilloso viaje -lleno de luces y sombras- al pasado.
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