|
Emperadores
|
por Francisco J. Vázquez
|
|
En ocasiones los caminos por los que discurre el destino de las naciones tienen la mala fortuna de contar con personajes de poca catadura moral y mente enferma, capaces de enfrentar a pueblos por un trozo de terreno, unas ideas arcaicas y retrógradas, o por unos sentimientos nacionalistas que no hacen más que dividir en lugar de unir. Si ese caso se da en conjunto, como ocurrió en la primera mitad del siglo XX, el desastre, el terror y la locura están asegurados.
Cuando en España estalló la sublevación militar de 1936, donde Franco se hizo con el poder pasando a engrosar las filas de la larga lista de criminales dictadores con los que la Historia nos obsequia (lamentablemente) de vez en cuando, en Europa se estaba gestando el germen del miedo y la devastación. En Alemania e Italia, Adolf Hitler y Benito Mussolini llevaban ya algún tiempo desarrollando una política de expansión no sólo de fronteras, sino también de ideas.
Si bien no pusieron en práctica sus atroces tentativas de forma inmediata, supieron sembrar el odio y la desconfianza entre sus propios conciudadanos, y jugaron cruelmente con los designios de aquellos que se oponían a sus deseos, al mismo tiempo que se servían de toda una serie de engaños, falacias, mentiras y miedos que a la postre fueron decisivos en la suerte de colectivos a los que culparon de los problemas de sus naciones, y que fueron el chivo expiatorio para canalizar tantos años de furia contenida. Así, la sublevación del militar español sirvió como catalizador, como pistoletazo de salida, para poner en práctica sus descabellados planes.
¿Cuál era el fin de los tres dictadores? Simple y llanamente, tenían aspiraciones imperialistas. Al menos así se desprende de la obra de Carlos Blanco Escolá donde sitúa al Caudillo, al Duce y al Führer en una especie de trama desquiciante donde el pastel de Europa primero, África después y Asía finalmente, estaría en pos de ser repartido entre estos tres personajes. El apoyo no sólo tácito de los tres en cuestiones militares, sino también logístico, de intermediación y de interposición, hicieron que el trío pensase seriamente en la posibilidad de gobernar como antaño lo hiciese Roma.
Resulta curioso comprobar como en la obra que nos ocupa la España fascista de Franco era considerada como el eje menos importante por los otros dos dictadores, quizá porque acababa de sufrir en carne propia una guerra civil que la había dejado en la miseria más absoluta. Se la veía como el peón útil, aquel que podría ayudar, pero no ser decisivo. Ocurrió que, a la postre, fue Franco quien se perpetuó en el poder, agarrándose a saco a los despojos que quedaban de una España deshecha por el dolor de una guerra entre hermanos.
Los tres dictadores han pasado a la historia de sus respectivos países como una deshonra para los que una vez fueron hombres libres. Ese es el precio de las ideas imperialistas. Los dictadores, con sus aires de grandeza, creen posible ser los dueños de los destinos de seres humanos en pos de un designio divino; sin embargo la realidad es que, a la postre, su grandeza terrenal queda reflejada fielmente por sus atrocidades en la realidad histórica, esa que no todos son capaces de entender, pero que TODOS somos capaces de comprender. |
|