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El Vuelo De Caín
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por Antonio Gómez Rufo
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Latinoamérica es un jardín de bellas ideas literarias que se posan en los relatos de sus escritores. La imaginación, como es natural, no es patrimonio de ningún clima, de ninguna coordenada geográfica, pero habrá que terminar por pensar que en los pueblos americanos de habla hispana se encuentra cómoda, se aparea y se reproduce con facilidad. La imaginación, en fin, es un don para quienes escriben allí; lo sentimos desde acá.
Y es que la tradición literaria latinoamericana, vista desde este lado del Atlántico, causa admiración y, en ocasiones, perplejidad. Los últimos cuarenta o cincuenta años han sido ejemplo de una creación trascendente porque, pasado el tiempo, dejará memoria de una generación y de una época que no tardará en calificarse de siglo de oro literario. Esa generación, dispar y multigenérica pero en general brillante, no ha trabajado en balde ni sólo como excepción: en América, aún hoy, se está escribiendo mucho y bien, incluso cuando los maestros acabaron su labor por imperativo de la biología o por envejecimiento o cansancio. Se escribe bien porque se vive entre ideas y sorpresas, algo que se empieza a echar de menos en la vieja Europa.
No llegamos a saber muy bien por qué sucede así. En estos días de preeminencia de lo audiovisual, cuando pareciera que todo lo que no entrase por ojos y oídos no puede ser viable culturalmente, de pronto nos encontramos con que nos sorprende una literatura finlandesa, o australiana, o surafricana, o rumana. Las buenas letras surgen de donde menos se espera. En cambio, de América Latina siempre la esperamos; y casi nunca nos defrauda. A mis alumnos de taller literario les hago ver cómo están escribiendo los jóvenes del Perú, de Uruguay o de México para que observen la riqueza del lenguaje, la seriedad formal, la capacidad de reflexión, incluso sobre lo nimio. Y, sobre todo, la imaginación, el inmenso caudal de ideas que fluye con la exhuberancia de los territorios de selva. Porque el lenguaje en España se está perdiendo (un reciente estudio de la Universidad Complutense entre alumnos de dieciocho a veintidós años concluye que la media de uso de voces de estos jóvenes es de ochocientas palabras, más un número corto y variable de términos dependiendo de la disciplina que estudian; ello en un universo de más de medio millón de voces, como tiene el idioma español). Y si ello es así con el lenguaje, con la imaginación aún es más desolador el panorama.
Es por ello que aumenta la admiración que se siente por la riqueza de los escritores sudamericanos. Y Venezuela es, también, una gran selva de nuevas y buenas ideas, como puede fácilmente comprobarse en el caso del escritor Edgar Borges. En los relatos que siguen sorprenden las buenas ideas literarias que se acunan entre sus palabras, entre sus párrafos y también en sus espacios en blanco. Es como el cielo durante la noche, o las lagunas que salpican nuestra memoria: es mucho más lo que sugieren que lo que muestran.
Estas ideas fraguan unas veces; otras no. Pero todas insinúan una historia que invita a la reflexión. Y qué, si no, es a lo que puede aspirar la literatura.
Edgar tiene muy clara su concepción de la literatura, en cierto modo similar a la que tengo yo mismo. Él lo explica bien: “El tema que integra los relatos del libro es la lucha del hombre contra el hombre; la negación de nuestra esencia para darle paso a otro modelo que adoptamos, desconociéndonos a nosotros mismos y a nuestro entorno. Es decir, el surgimiento de un yo desconocido que emerge de nosotros (gracias a un proceso de deshumanización internacional) dispuesto a aplastar nuestro pasado y nuestros valores. Se trata de la fabricación de un nuevo ser uniforme que sólo obedece a las reglas de un mercado transnacional (sin saberlo).” Así explica Edgar Borges “El Vuelo De Caín” y en esas precisas coordenadas hay que encuadrarlo y entenderlo. Tal vez no sea necesario comprenderlo: basta con que nos lleve a reflexionar sobre lo que nos está ocurriendo en esta sociedad que estamos construyendo entre todos, para nuestra desgracia.
Estoy seguro de que Edgar Borges nos seguirá invitando a la reflexión con sus próximas obras. |
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