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El Vampiro De La Calle Méjico
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por Antonio Ruiz Vega
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Juan Borrás, el protagonista, es un homosexual promiscuo de activa vida sexual que desde la más temprana juventud se ve envuelto en relaciones con su mismo sexo, aunque tiene algún escarceo con mujeres. Su padre, siempre de viaje, anda por Oriente Medio, coquetea con el sufismo y finalmente se demostrará, a su muerte traumática, que era también de la cáscara amarga.
De niño Juan Borrás, educado al margen de la religión, será iniciado en el sexo por la criada, dos o tres años mayor, pero incluso esta será una relación equívoca, por ser una chica efébica. Borrás se corre peleando con ella sobre la alfombra, pero lo hace de un modo casi inconsciente, por el roce y el frotamiento. Más adelante, durante un corto viaje a Venecia, un inglés que será su primer amor le inicia en la homosexualidad, a la que accede de modo natural y sin traumas. Tendrá numerosos amantes pero en una ocasión recaerá en el amor femenino con la Mora (Claude) y más tarde con Teresa.
Todo está contado en un flashback, cuando Borrás, convertido en "vampiro" por la sospecha de haber asesinado a uno de sus amantes, el inestable Esteban, sea criminalizado por la prensa. Tanto le obsesiona su identificación con un vampiro que está a punto de enloquecer y durante algún tiempo cree no ver su reflejo en los espejos. Al fallecer su padre él se ve en la cuarentena, con una activa vida sentimental a sus espaldas y con el trauma de su juicio y encarcelamiento sospechoso de asesinato. Su padre, que llevaba una doble vida, le ha dejado un piso en Madrid, en la calle Méjico, lo que completa el porqué del título.
El protagonista se mantiene de cheques que le envía su providencial padre (la madre, que aparece esporádicamente, se dedica a alternar con gigolós) y en su casa de la calle Méjico recuerda al personaje de La Ventana Indiscreta de Hitchcock, observando los ires y venires de sus vecinos de enfrente entre los que está Teresa, con la que vivirá un extraño romance que parece poner al personaje en el camino de vuelta a la "normalidad".
La ausencia del complejo de culpabilidad que otorga la impronta cristiana hace que el protagonista, Borrás, se embarque con curiosidad y fair-play en numerosas relaciones, sin comprometerse demasiado pues confiesa en ocasiones que no acaba de comprender qué es el amor. Esta relativa inocencia le presta cierto encanto amoral, pero a medida que avanza la novela, y hacia su ecuador, el relato se va haciendo más y más sórdido, a medida que van apareciendo por los rincones kleenex empapados en sudor, mierda o restos de vaselina. Ni siquiera se ahorra una plaga de ladillas. Por lo demás casi todos los personajes están fatal de la dentadura. Las descripciones de los enculamientos son bastante ofensivas para quienes no nos va el tema.
La novela está ambientada en varios ambientes urbanos. San Lorenzo del Escorial, donde comienza sus estudios de restauración (que serás su violín de Ingrés a lo largo de su vida pues, como ya hemos explicado, vive básicamente de los talones paternos); Venecia, donde inicia su romance con el inglés Jeremy, con el que copula voluptuosamente en la misma cama del hotel Danieli donde se lo hicieron Jorge Sand y Alfred de Musset; San Sebastián, donde romperá traumáticamente con Jeremy, que intentará suicidarse y a donde ha acudido Borrás a restaurar los frescos de Sert en el museo de San Telmo.
Y sobre todo, Madrid, donde transcurre casi toda la acción. Deambula por la zona de la que él llama "calle" Dos de Mayo y terminará por mudarse a un inmueble de Lope de Rueda…
Hay bastantes chirridos, fallos de documentación que seguramente no tienen demasiada importancia, como la confusión entre la plaza y la calle Dos de Mayo, o el afirmar, como hace en la página 88 que en Madrid hay una fábrica de SEAT (sólo hay la de PEUGEOT, en Villaverde), que los cigarrillos Gitanes sean rubios (son negros, pág. 95), que existan chinas de marihuana (en todo caso de hashish, pág 112), el uso del aumentativo "Guapón" que no es usual en castellano (Guapetón, sí, pág. 143). O que escriba dos veces, en la página 228 Albaniles, con "n" en vez de "ñ" (cosa del ordenador? Errata?).
Aunque el texto encomiástico de la editorial quiere cargar la nota truculenta, lo cierto es que Borrás no tiene mucho de vampiro, y si termina por sentirse un poco brukolako se ve que es más bien por la vida desordenada que lleva (la descripción de su apartamento levanta el vello) y por su devanarse en relaciones que finalmente demuestran no tener demasiado sentido. Es cierto que estropea la vida a bastante gente, que se obsesiona con él, en particular el neurótico Esteban o el inglés Jeremy que, como se verá (porque al final nada es lo que parece), no consigue matarse.
Es a los 41, cuando contempla en el espejo los estragos de la edad y entra en esa fase en la que el afeminado comienza a dar en bujarrón, a lo que hay que sumar el trauma de la acusación de asesinato, etc. cuando parece querer comenzar otra vida.
En ese sentido es novela de aprendizaje, pues el personaje, que al comienzo de la novela parecía casi plano, un lienzo en blanco, se va haciendo complejo, se "educa", se da forma.
Hay luego pequeñas historias subsidiarias, como la de su amante Rafael, a quien conoce de modo casual por la Gran Vía y tiene una relación corta pero intensa y que acabará prestando sus rasgos primero a un cuadro restaurado (el "Soldado Alemán") y luego a la figura de un gladiador efébico que bosquejará la Mora Claude.
Supongo que el mayor interés de la obra, es esa ausencia de Pecado Original (viene a decirlo explícitamente) a la que debió contribuir ese misterioso padre ausente, de intensa vida espiritual (está a punto de hacerse musulmán), que no actúa como padre, sino como un amigo lejano y providencial. Sin ambos condicionantes (el Pecado y la figura castradora del Padre) es lógico que Borrás sea un amoral (en el sentido nietzscheano) del término, y ama de un modo completamente libre, sin ataduras ni prejuicios, lo que no es entendido por sus amantes que, ellos sí, sufren.
Como ya he dicho el exceso de sexualidad explícita llega a molestar y, al menos para mí, hace casi irrespirable la narración en su segunda mitad, que es quizá la más confusa y donde se pierde un poco el hilo.
A mí en concreto no me ha gustado, salvo algunos detalles aislados y un uso bastante chispeante del lenguaje (hay algunos juegos de palabras bastante felices), pero he de reconocer que han debido de pesar mis prejuicios. |
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