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El símbolo perdido
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por David Yagüe
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Vuelve Robert Langdon. Vuelve Dan Brown. Vuelve el primer gran autor de best-seller del siglo XXI. Y vuelve con más de lo mismo, con una historia que mezcla sociedades secretas, ciencia de última generación, secretos escondidos en el arte y conspiraciones. Más de lo mismo del hombre que no descubrió la fórmula pero que le saca el mayor de los provechos.
El símbolo perdido es la tercera aventura de su personaje estrella, Robert Langdon, el poco heroico académico que siempre se ve envuelto en experiencias muy similares, con compañeros muy similares y contra villanos muy similares. En esta ocasión una visita a Washington D.C. le involucrará en una carrera contrarreloj contra un asesino que intenta desenmascarar el gran secreto que los masones han escondido en la capital estadounidense (tan secretos y tan poco discretos, hay que ver).
En esta historia, casi todo huele a ya visto en los libros del autor y lo que no, se convierte en otra de las grandes marcas de la casa: la tendencia al sensacionalismo y a los efectismos fuera de todo orden y lógica. La trama es rocambolesca y a veces muy poco creíble (pero es hasta perdonable en este género); el villano es inverosímil y tiene un punto ridículo, pero está en línea de otros que ya vimos en El Código Da Vinci o Ángeles y Demonios. Los personajes son de cartón-piedra y algunos diálogos causan sonrojo de los pueriles que resultan. Además, no hay que olvidar que la historia europea (y sin ánimo de ofender) y su patrimonio artístico es, pese a lo que afirma Dan Brown que compara el Capitolio con el Vaticano, mucho más rico y proclive a guardar secretos que el estadounidense. Y qué decir tiene, que la novela tendrá que sobrevivir sin las polémicas con la Iglesia de sus libros anteriores (primer gran fallo de la novela, no se mete con nadie: ni con el Gobierno de los EE UU, ni con los masones,… ¿Dónde está la polémica marketiniana?)
Entonces ¿por qué tanto bombo con este libro? Pues porque a Dan Brown hay que reconocerle el ser un escritor sumamente inteligente y conocedor de su público. Porque Brown ofrece lo que se espera de él: una historia llena de ritmo (salvo en las últimas cincuenta páginas, que como en El Código Da Vinci prefiere dedicarse a dar un poquito de filosofía sobre el cambio de conciencia y el buen rollito cósmico), acción a raudales, persecuciones, juegos, giros de trama vertiginosos, poca o ninguna credibilidad… que hacen que guste o no, casi sin querer devores las casi 600 páginas del libro sin que se haga larga, incluso sin siquiera disfrutarlo (ayudan esos capítulos breves hasta la extenuación). Como una película palomitera de Hollywood de las que bebe abundantemente, Brown repite la fórmula en todos sus detalles. No es que siga los códigos de ese subgénero llamado thriller histórico, es que él lo convierte en fórmula, en una inamovible e invariable. Ni más ni menos, la misma fórmula con todos sus defectos y sus efectistas aciertos; con sus millones de fans y también miles de críticos. Ángel y demonio, rey de las ventas. Quizá hasta que decida cambiar o hasta que sus lectores se cansen de leer la misma historia con diferente envoltorio.
Dan Brown vuelve con lo de siempre: miel para los seguidores; matarratas para los detractores. Nada nuevo en el horizonte.
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