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El Otoño Siempre Hiere
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por Antonio Ruiz Vega
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Presentada como una novela, "El Otoño Siempre Hiere" tiene la apariencia de una crónica personal, autobiográfica, y este aspecto sólo se ve desmentido por pequeños detalles que, además, sino se conoce meticulosamente la vida y obra de Raúl, pueden despistar bastante. A mí, en concreto, sólo un detalle me convenció de que, efectivamente, el personaje de "El Otoño Siempre Hiere" no es Raúl Guerra Garrido, aunque seguro que tiene muchas cosas suyas (hasta el nombre, también se llama Raúl). Este detalle es que uno de los sobrinos del protagonista, allá en Cacabelos, donde transcurre la historia, le intenta humillar diciéndole que ninguna de sus novelas se ha llevado al cine. Y al menos "La Mar Es Mala Mujer" se llevó. A finales de los ochenta , en Donosti, el hotel donde me albergué durante una visita a esta ciudad estaba ocupado por toda la troupe peliculera de "La Mar Es Mala Mujer", a la sazón la única novela que yo había leído de Raúl Guerra Garrido, de quien por aquel entonces se decía, en Madrid, que era gafe...
Si este Raúl Fernández no es Raúl Guerra, bien está, pero supongo que el tono autobiográfico de esta novela es cierto y evidente. Y lo digo porque en sus páginas se dice que el recurso a lo autobiográfico es una de las muestras de decadencia de un narrador. Y de eso va "El Otoño Siempre Hiere", de decadencia, de senectud.
El argumento es muy sencillo. Raúl es, como el autor, un escritor conocido y vive también en Bilbao. Recibe un telegrama donde se le anuncia la inminente muerte y posterior entierro de su tío Demetrio, allá en Cacabelos, en la comarca del Bierzo, lugar de origen de su familia, y presumible región de arraigo del protagonista, que nunca ha querido tenerlo y que ha dividido su vida entre Madrid y Bilbao pero que, precisamente ahora, en los límites de su decrepitud física, mediada la sesentena, en la teórica muga de la jubilación, comienza a buscar ciertas raíces y a tender puentes con su extensa familia leonesa.
Su llegada a Cacabelos (se hospeda en el Parador), la toma de contacto con la familia, el velatorio, responso, entierro y jornada subsiguiente es todo el tema del libro, lo que dicho así no suena demasiado bien y en manos de otro escritor probablemente hubiera devenido en coñazo. Pero si esto no sucede –ni mucho menos- es en primer lugar porque la prosa perfecta de Raúl Guerra no tiene ni un momento de desfallecimiento y porque lo que nos cuenta consigue atraer nuestra atención desde el primer momento. La descripción de estampas de su infancia, el demorarse por las ramificaciones de su árbol genealógico, todo lo hace con primor y a la vez con economía de medios. Quiero decir que aquí no hay lirismo que valga y que si lo hay es involuntario, que surge del poder de evocación del propio material narrativo. Es una delicia leer estas reflexiones serenas y lúcidas, inevitablemente desencantadas.
Porque este otoño al que se refiere el título es evidentemente el de la vida humana, la declaración de una decadencia que aunque aquí (por los síntomas que va describiendo) parece moderada y razonable, no por ello es menos inevitable e imparable. Que de todas estas meditaciones inmisericordes (sobre todo consigo mismo) emana algo parecido a la sabiduría y a la aceptación senequista del devenir vital es algo también obvio, aunque al autor parezca importarle un bledo.
Hemos dicho bien escrito, y la perfección sintáctica, sin alardes, se corresponde a un dominio del léxico, que incluye muchos términos dialectales gallego-leoneses amén de propios del oficio viticultor.
(Pág 56):
"El recurso a lo autobiográfico es el primer síntoma de impotencia, repasen la bibliografía de los grandes novelistas y sabrán de qué hablo. (...) La autobiografía es una desmesura del orgullo, de la estupidez".
A lo largo de las pocas horas que pasa en Cacabelos le sucede de todo. Retoma el contacto con su prima Sara, con la cual tuvo algunos escarceos juveniles, la cual se le mete en la cama la primera noche. También una sobrina lejana, Lolita (el símbolo Nabokoviano es más que evidente) le tira los tejos y le propone una cita para cuando regrese, a la que en el último momento decide no acudir (parece que, a este respecto, es definitiva la visión de su propio desnudo en el espejo del hotel la misma mañana de su partida). También se encuentra con la que fue su primer amor, a la que besó furtivamente en lo alto de un castro y que ahora es una matrona entrada en carnes. Otro sobrino (el que finalmente le afrenta recordándole que ninguna de sus novelas ha sido llevada al cine) le propone ser el factotum de una operación especulativa de altos vuelos, pues ha descubierto que bajo el suelo de la ciudad hay una enorme bolsa de petróleo.
Acerca del cine, por cierto, dice en la página 82:
"el cine es el lenguaje narrativo en el que me hubiera gustado contar mis historias".
(Pág 68):
"Va a ser un día dedicado a la memoria del tío Demetrio pero también conmemoraremos a todos nuestros demás muertos y, con tal profusión mortuoria, trataremos de obviar lo evidente, que ya estamos en la primera línea de fuego. Con el cuello en el filo de la guadaña".
(Demetrio era el último hermano superviviente de la generación anterior).
La mezcla entre realidad y fantasía, entre personaje y autor, es a veces muy grande. Varios familiares le afean que en su novela Marca de mujer (donde se explayaba sobre el vacío que en su vida dejó la muerte de su mujer) hable de su prima Pura y sus aventuras sexuales con el párroco en un confesonario. Todo es inventado, les dice, pero las coincidencias son enormes, hasta el párroco se llamaba "Castro" de apellido ("Todos los gallegos se llaman Castro", se excusa el autor, algo mosca, en otra página dice: "Todos los asturianos se llaman Fernández").
Por lo demás no es sólo su propia historia, sino la de toda la familia, con sus numerosas ramificaciones, que llegan a entroncar incluso con algunas dinastías teutonas, porque dos al menos de sus primos, emigrantes, casaron en Alemania.
Este Raúl Fernández, que no es Raúl Guerra, habla con desparpajo de novelas inexistentes y enumera alguno de sus seudónimos (Raoult Dupont, para firmar las obras eróticas, Ralph Braitwire, para las policíacas, Raúl Santos para las más serias). Este Raúl Fernández, que de niño oteaba los chalets de la calle Naciones (en Madrid), donde se albergaban las putas de postín, declara aparecer (coralmente) en "La Colmena", de Camilo José Cela, cuando el genial gallego habla, en la página 64 de la edición de Noguer, de "unos chavales". (Pág. 111).
El narrador, el que envejece, no deja de teorizar sobre la senectud, y parece ir eligiendo el tipo de viejo que quiere ser:
(Pág. 151):
"Cómo me ofenden esos viejos arropados en la mansedumbre, que aparentan una alegría y buen humor que no sienten, que incluso se disfrazan con atuendos deportivos, y todo por hacerse perdonar el pecado de su ancianidad. Los prefiero rijosos, huraños, intolerantes, mala leche y asesinos, en ellos aún late al menos un rescoldo de dignidad, la de ser hombre, por más que se vuelvan hombres abominables y huelan a muerto".
(Pág. 189):
"Nunca quise (ni querré) aprovechar las ventajas de la edad, de la eufemística tercera edad (vejez es palabra malsonante, repito), nimiedades como descuentos en los transportes públicos o en las entradas del cine. Cómo me ofenden esos viejos reconvertidos en niñeras sin rastro de cólera en sus miradas, paseando a los nietecitos en un carricoche, vigilando no se rompan la crisma en el columpio o el tobogán del parque infantil. Prefiero los huraños y suicidas que pasean solos por las calles, descuideros que inspeccionan con ademán rápido los tragaperras de teléfonos y aparcamientos en busca de una moneda distraída. Es una cuestión de dignidad, el primer despojo de la jubilación".
Todo esto se le ocurre en misa, donde trata de concentrarse y ser respetuoso con el rito.
En la página 168, cuando, en su condición de escritor se va a decir unas palabras en el funeral, recuerda su experiencia como mitinero, en el 78, en Anoeta, por cuenta del PSOE, su fracaso evitó que le presentaran como senador y quién sabe dónde hubiera llegado.
Hay algunas anécdotas increíbles. Como la de su primo Adriano que se presenta en la casa del muerto con una misteriosa caja de galletas que levanta la curiosidad de todos y él sin soltar prenda Finalmente Raúl le sorprende arrojando sus contenido a la tumba abierta del tío Demetrio. Se trata de los restos de sus padres –entre los que le parece ver caer una calavera–.
(Pág. 169):
"mi padre siempre quiso que le enterrasen en Cacabelos, pero como mi madre y todos los Castro estaban en Becerreá pues allí le dejamos. Ahora han derribado el cementerio viejo y he aprovechado la ocasión, en vez de comprar un nicho en el nuevo me los he traído para aquí".
El enterrador, Longinos, primo de Adriano, se cabrea, lo ve todo irregular, pero acaba tragando por solidaridad familiar...
En la página 216 se habla de otro primo, de Toñito, que se fue a Francia...
"Su abuelo paterno, don Bernardino, había emigrado a Cuba en busca de oro. ^^Bueno, fui a América porque había oído decir que las calles estaban pavimentadas con oro. Cuando llegué descubrí tres cosas: primera, las calles no estaban pavimentadas en oro; segunda, las calles no estaban pavimentadas, y tercera, se esperaba que yo las pavimentara^^. (...) Toñito no lo había hecho (emigrar) ni por el oro ni por ningún otro tipo de riqueza, ni en busca de libertad o democracia, ni siquiera por leer libros de "El Ruedo Ibérico" o ver películas de Buñuel, sino por catar coños franceses. Coños peludos, maquillados, rizados, teñidos, perfumados, peinados, repeinados, rasurados, variopintos, coños siempre acogedores...".
Toñito se metió de cocinero en un bistró donde pagaban mal, pero estaba lleno de gachises extrangeras (coños franceses, realmente, no los cató) y en las horas libres de clientela se celebraban las orgías más desaforadas a capullo remangado y a cencerros tapados, hasta el punto que un día Toñito descubrió que quien se la mamaba entusiásticamente debajo de la mesa era el jovencito Mohamed... Toñito, amén de hartarse de follar, patentó una sopa que venían de lejos a probar los franchutes. El ingrediente secreto, nunca revelado, era que se orinaba en la perola desde unos dos metros de distancia. Mano de santo.
En el capítulo 26, en la página 221, los primos que están ya, en la línea de fuego, se reúnen en una bodega a catar los caldos comarcales y, como no era menos de esperar, casi todos agarran una toña homérica. Raúl constata: "El sistema periódico de la bodega es inequívoco, tras la exaltación de la amistad vienen los cantos regionales". Cantos en gallego, por aquello de la limítrofe tierra del orballo, y escatológicos: la historia de un carajo que se murió y los cojones eran los dolientes y a toda prisa lo querían enterrar entre las piernas de alguna... Canción irreverente, con el finado recién enterrado, pero que Raúl venía temiendo que se cantara desde hacía mucho rato, como era inevitable que ocurriera....
Otro primo, Lolo, se trasquiló a Celia, la esposa del catalán Joaquín, hombre de poco fuste al que llamaban El mermadito (Pág. 238), y el tal Joaquín los pilló en pleno acto. El corte fue tan grande que el mermadito no supo que hacer y la mujer estaba tan arrepentida que no paraba de llorar. Así que Lolo, demudado, hizo de tripas corazón y le dijo al marido:
"Ha sido sin querer, Joaquín, perdóname, no volverá a ocurrir y tu honor quedará a salvo.
Dicho esto embistió contra la jamba de la puerta del dormitorio partiéndose materialmente la cara. No perdió el ojo derecho de milagro".
Pero el honor del Mermadito quedó a salvo, pues todo el mundo creyó que había sido él quien desgració a Lolo...
El libro concluye con el viaje de vuelta de Raúl, quien, como hemos dicho, desiste de recoger a Lolita y desecha la postrer aventura que esta le propone. Asume así su condición de valetudinario.
Es un gran libro, magníficamente escrito, con un interés inherente ya que el tema que plantea, la última etapa de la vida humana, es universa,l y está abordado desde un punto de vista de serena tristeza, encantador. Estamos ante un hombre que sabe envejecer, y que, mientras tanto, pasa revista a su vida, recorre los parajes de infancia y adolescencia, se imbrica de nuevo en la tradición familiar y hasta se enraíza en un paisaje, el berziano, sin desdeñar sus localismos y manías provincianas, asumiéndolas alegremente. Hasta habla con elogio del Partido Nacionalista del Bierzo y no ve con malos ojos las investigaciones chauvinistas que hacen nacer al emperador Trajano en Cacabelos. |
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