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El Hombre Muerto
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por Antonio Ruiz Vega
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Leyendo esta novela de Alfons Cervera (escrita originariamente en catalán y traducida por él mismo), me venían ecos de otras del mismo tipo leídas no hace mucho, como "El Caso Timmerman" de Francisco Javier Satué, "El Espiritista Melancólico" de Antonio Soler o "Perros Ahorcados" de un clásico de la novela negra (injustamente ninguneado por la crítica) como es Vaz de Soto.
La novela negra se imbrica en una tradición y tiene su público y sus reglas más o menos tácitas. Esta es una de ellas, y cumple los requisitos del género. Además es muy cinematográfica, podría servir de guión, con acotaciones incluidas.
El argumento me angustió un poco al principio, por razones personales. Hace ya muchos años, creo que en 1987, la prensa recogía la aparición de un cadáver al que, como el que protagoniza esta novela, le habían sido cortados los testículos. No es el mismo caso porque este aparece en un descampado y el otro estaba en una habitación urbana. Lo acongojante del caso es que el difunto se llamaba Antonio Ruiz Vega y tenía, entonces, la edad que yo tengo ahora… (cumplo años en enero, crucemos los dedos).
Al "hombre muerto" se le encuentra junto a una gasolinera, en la linde de una autopista, no lejos de un polígono industrial. El policía que lleva a cabo la encuesta no es en ningún modo un superhombre hollywoodiense, sino un modesto piesplanos de provincias al que además le falta un pulmón (lo perdió e un tiroteo), pese a lo cual se ufana de superar a sus compañeros en las pruebas físicas y de hacer un papel más que digno en el catre porque, como él dice, "estoy hecho un toro".
Este policía, la mujer que descubrió el cadáver, el gasolinero, un periodista, un misterioso industrial de origen germánico, el segurata que custodia una de las naves del polígono, una puta y un perro, el perro que lo vio todo pero que –obviamente– no puede decir nada, constituyen, entre otros, el "dramatis personae" de esta fábula detectivesca.
Al final el enigma en sí no es lo más importante, o al menos a mí no me lo parece (es una historia de nazis malísimos, aunque, salvo el perro, nadie sabe lo que pasó).
Así las cosas el policía, que es un poco de la escuela de Colombo, es decir, un tipo circunspecto y machacón que regresa una y otra vez al lugar del crimen por ver si ata algún cabo (que no), libretilla en ristre, va intimando con los personajes implicados.
La historia, no obstante, parece ir por otros derroteros. Una puta sabe cosas, pero no se atreve a contarlas. Aunque, poco a poco, comienza a confesarse. Lo hace con e gasolinero, que también va averiguando cosas por su lado. La puta estuvo en una fiesta de ejecutivos donde terminó en la cama con uno de ellos, bastante beodo, que se pasó la noche vomitándole encima, hasta que se cansó y le dejó abandonado a su suerte.
O un periodista que realiza una entrevista a un vejete honorable en silla de ruedas que resulta ser un antiguo nazi reciclado en industrial.
Los personajes se mueven como en un rigodón, encontrándose de vez en cuando y retomando luego sus respectivas órbitas. Por lo demás cada cual tiene su propio "tempo" (hay, por ejemplo, el "tiempo de las putas" –pág. 167–, el de los asesinos –pág. 151– y otros), no van sincronizados, cada cual tiene sus circunstancias, su biorritmo y terminan por ver los mismos hechos con una óptica completamente distinta.
No digamos el perro, el perro que lo vio todo, que los mira desde su altura de perro, con sus ojos de perro, con su olfato de perro. Él se da cuenta enseguida de que el hombre es un animal peligroso y también de que, como repite varias veces y en el párrafo final.
"– Nunca sabrán nada.
– Nunca."
Y, en efecto, no hay ninguna certeza, se ofrecen unas pistas, pero falta el cómo, el quién y hasta el porqué (aunque este esté sugerido con bastante claridad).
Pero, como digo, no importa demasiado que el asesino sea o no el mayordomo (ni a qué hora se levantó la condesa) sino este elenco de personajes que como cartas resobadas y marcadas el autor va barajando hasta que nos hacemos con ellos.
Y concluye el perro:
"Todos los días llegan con su decrepitud a cuestas, con sus deseos inalcanzables, con sus sueños que acaban antes de empezar. Y buscan en el descampado las huellas del hombre muerto, de su asesino invisible, un asesino del que nunca sabrán nada porque yo guardaré silencio eternamente, hasta que me muera o me desuellen vivo como si fuera una serpiente que cambia de muda en otoño."
Perro este, pulga arriba o abajo, es bastante más interesante que el que saca Susana Tamaro en su último libro y que, como quería Borges, es de lo más democristiano. Este de Alfons Cervera, que tiene hasta el honor de salir de la portada de Elisa N. Cabot se parece más al gato de Borges por lo ácrata o anarca… |
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