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| El Chico Que Cayó Del Cielo
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| por Ignacio Segurado
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"Se muere a cualquier edad. Los que mueren jóvenes son los amados de los Dioses". Bien podría haber utilizado Ken Dornstein, el autor del libro, estas palabras oraculares de Marguerite Yourcenar para concluir el minucioso retrato de su hermano mayor, David, muerto en el atentado del vuelo 103 de la Pan Am sobre Lockerbie en 1988. Ken fue la sombra de su hermano desde el mismo día que la noticia de su trágica muerte le sacudió en plena adolescencia. Su idolatrado hermano David. Siempre a punto de alumbrar una obra maestra. Barteleby incansable. Amante esforzado. ¿Perturbado o genio? Si no fuera porque alguien podría acusarme de plagio, un buen título alternativo para este libro hubiera sido Los Pasos Del Caído. Así se subtitula una reciente biografía sobre Eduardo Haro–Ibars, el hijo díscolo de Haro Tecglen, a quien tantos parecidos unen con el malogrado protagonista de esta historia. Ambos fueron unos grafómanos impenitentes (y como tal inseguros), unos buscadores incansables y unos eternos inconformistas: los perfectos alumnos del arquetipo del fracasado que inventó Rimbaud. Salvo por el destino que la muerte les reservaba, podría decirse que ambos caminaron por el lado salvaje de la vida sin preocuparse en absoluto por hacerse inteligibles, pero seguros de que algún día alguien más decidido –un admirador o un hermano– se encargaría de dar a conocer al mundo su obra y delirios. Veinte años de minuciosa reconstrucción. Una juventud dedicada a vivir, otra vez, la vida de su hermano a través de la atenta lectura de su nutrida correspondencia, de entrevistarse con amigos y enemigos, de viajar a las mismas ciudades, de leer y subrayar los mismo párrafos de los mismos libros, de coquetear –¡y hasta qué punto!– con sus amantes y de ganarse el corazón de sus novias. Una búsqueda tan profunda que acabó en matrimonio y en hijo con K., la mujer que más secretos conocía del esforzado corazón del mayor de los Dorstein. Ken le puso nombre a toda esta tarea: La Historia Oral De David. Y no descansó hasta haber terminado de cavar un camino de retorno al presente. Un presente que se había truncado aquel fatídico mes de diciembre en que una anodina llamada activó la obsesión por escribir la respuesta definitiva a una carta llegada desde el mismísimo Jardín del Edén.
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