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Díptico Español
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por Antonio Ruiz Vega
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Laurie Lee fue uno de esos extranjeros que, tal y como dice Camilo José Cela en su dedicatoria de "San Camilo 1936", vinieron a España "a matar españoles como conejos", aunque no parece que consiguiera darle mucho gusto al gatillo.
Laurie Lee nació en Stroud (Gloucestershire) en 1914 y falleció hace poco, en 1997. Lo que más llama la atención en este libro es lo poco o nada que tiene que ver ese país maravilloso y portentoso que el autor tiene el privilegio de conocer, con el actual. La pérdida de calidad de vida es clamorosa, pero todavía es peor la cualidad de esta vida, la pérdida de personalidad y sentido que ha sufrido el transcurrir vital del español medio.
Su prosa está plagada de imágenes restallantes, transidas de poesía.
Así, al pasar por Castilla camino de Madrid, se encuentra con escenas de la siega:
"Era el punto culminante de la recolección y había esparcidas por los campos personas de extraordinaria luminosidad, como mariposas, trabajando solas o en grupo, y vestidas para el apogeo de la luz: camisas y pantalones azules y sombreros anchos dorados atados con telas verdes y escarlatas. Las hoces, sumergidas en el trigo, coleteaban como peces con relampagueos rítmicos de azul y plata; y a mi paso, los hombres se erguían y se resguardaban los ojos, mirándome pasar silenciosamente...".
El viajero camina a pie y aún así suele sobrepasar a las reatas de mulas que "en aquella época son las caravanas de Castilla, uno de los hilos que mantenían la vida del país". Estas vistosas carretas se desplazan por el país desde los tiempos de los yangüeses de Cervantes, o de la Real Cabaña. Laurie cree que "a un ritmo que se había mantenido invariable desde los tiempos de Aníbal...".
Su llegada a Madrid es memorable, pues le recoge una furgoneta que iba cargada de misales en latín y que iba conducida por dos jóvenes que "fueron señalándome todos los burdeles mientras entrábamos a toda marcha en Madrid".
Madrid era, sobre todo, sus tascas.
"Tenía aliento de león, además; algo fétido y picante, mezclado con paja y jugos podridos de carne. La propia Gran Vía tenía un rugido de león, aunque inflado, como de un animal de circo: ancha, afectada y un poco sórdida, y con dos hileras de edificios como dientes rotos".
Se pasma del lujo oriental de las más humildes tascas, que sirven marisco baratísimo sobre hielo. Un marisco que hacen venir de los mares distantes en "trenes especiales que tienen preferencia sobre todos los demás".
"Así es como yo lo recuerdo: bajo los tejados de terracota, una proliferación de cuevas de hielo. Con carreteros, porteros, serenos, taxistas, acicalados dandis y funcionarios regordetes dando sorbos a vinos dorados, pelando meticulosamente una gamba, hincando el diente a la carne rosada y ácida de una langosta, saboreando la salmuera viviente de mares semiolvidados, de imperios semirrecordados, mientras el oleaje de la conversación corría como el agua burbujeante bajo los cuadros enmarcados de toros y héroes.
(...)
Pero creo que mi impresión más perdurable fue la reposada dignidad con la que el español manejaba la bebida. Nunca bebía de un trago, ni se precipitaba, ni le suplicaba al tabernero, ni se dejaba echar a gritos a la calle. Beber era para él uno de los privilegios naturales de la vida, en vez del suicidio temporal que suele ser a menudo para otros". (El subrayado es mío). |
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