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Con Mi Madre
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por Antonio Ruiz Vega
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El fallecimiento de su progenitora da lugar a Soledad Puértolas a esta meditación personal, emotiva sin duda, pero de escaso interés general.
Está escrita de un modo que no recordamos como habitual en esta escritora. Abusa de las oraciones muy cortas y hay un uso bastante caótico de la puntuación, me refiero a las comas.
Interés autobiográfico, para los fans de la autora, no dudo que tenga este libro, pero las meditaciones sentimentales que va encadenando no tienen altura literaria ni filosófica.
La circunstancia de que el momento de la muerte acontezca durante uno de los días en los que la autora no acude a visitarla (a propuesta de su propia madre, que la ve cansada, y le propone que se tome un día de asueto), añade angustia y más mala conciencia, aunque Soledad se pregunta si su madre, previendo la inminencia del desenlace, quiso precisamente apartarla del lecho del dolor.
La evocación de la figura materna da motivo, evidentemente, a repensar la infancia propia de la autora, donde la presencia materna aparece, omnímoda, en mil y un detalles que conformaron su personalidad.
La relación entre madre e hija, incompresible para el hombre, está aquí abordada con toda intensidad, y –aparentemente– con una sinceridad a tumba abierta, donde no se oculta –por ejemplo– las tendencias moderadamente alcohólicas de la difunta.
En esta geografía de la infancia aparecen las casas familiares en Zaragoza, Pamplona, Madrid, etc. pero junto a detalles de alguna relevancia se describen numerosas peripecias sin ningún interés.
La Puértolas cae aquí en un defecto del que suelen adolecer muchos escritores consagrados. Consiste este en la creencia de que todo lo que a ellos acontece es interesante e importante, –material literario per se– única y exclusivamente porque es a ellos a quienes les pasa. Es, probablemente, la secreta aspiración de todo escritor y hasta de todo periodista: que les paguen –u, opcionalmente, que les reconozcan– por contar su propia vida ex–cátedra, lo que personalmente me parece intolerable y una inversión en los términos del contrato tácito que se establece entre escritor y lector.
Es inevitable sentirse defraudado cuando, en el capítulo "La Ausencia" se nos va paseando por el escenario de las jornadas navideñas de 1999 y en un tono aparentemente trascendental se nos explican una serie de cosas, como los momentos pasados en un bar donde un camarero amabilísimo les propina unos martinis en su punto, etc. y finalmente el climax se desmorona sin llegar a nada, asaltándonos la tentación de releer por si se nos escapa alguna clave ignota que, finalmente, no existe.
Así que la autora nos inunda de descripciones prosaicas y aburridas que en muchas ocasiones ya ni siquiera tienen gran cosa que ver con el deceso materno. Que la autora nos precise si ella es una nadadora "suave" o fuerte, lo que bebe o fuma o sus preferencias culinarias, es absolutamente irrelevante por sí mismo. Y aquí no forma parte de una trama, encadena sucedidos que no llevan a ninguna conclusión, que no están justificados, que nos aburren y abruman porque, al menos personalmente, su vida privada no nos interesa. Esto no es una novela, por tanto, ni una colección de relatos, sino un testimonio personal, nada más.
Y en este caso no cabe añadir "ni nada menos" porque el tema, que podría haberse elevado a un ensayo filosófico sobre la muerte (por ejemplo), no remonta el vuelo y se queda en lo que es: un testimonio de interés limitado y sólo para fans incondicionales de la autora. Le acompañamos –eso sí– el sentimiento.
Y es que el infierno (literario) está empedrado de buenas intenciones. |
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