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El Camino De Los Ingleses
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por Estrella Haro
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Había visto muchas veces el título: El Nombre Que Ahora Digo, y había pasado de largo, como de tantos otros, por poner dos ejemplos: los libros de Juan José Millás o los de Vila-Matas –quizá del primero que he nombrado lo que me disgustase fuesen los títulos de sus libros: El Desorden De Tu Nombre, vaya chorrada; y del segundo su foto en la portada de El Mal De Montano, con esa pinta de niñato discotequero de finales de los años ochenta, con sus pantalones de beduino y la enclenque corbata de cuero. Y es evidente que con ambos me equivocaba de medio a medio–.
Había visto el título y lo equiparaba a las presentidas imbecilidades en las que suelen recaer los premios Planeta: La Mirada Del Otro –qué otro, joder–, o no sé qué de una niña de nombre angelical que no viene al caso –qué haces tú escribiendo: aprovecharte de tu fama, claro–. Y hasta es posible que esté siendo injusto de nuevo puesto que no he leído nada de lo que estoy mencionando aquí.
Por no saber ni sabía que El Nombre Que Ahora Digo era de un tal Antonio Soler, un escritor malagueño, vaya, uno de mi tierra, de la Málaga donde nací y en la que me ha tocado dormir la mayor parte del tiempo.
Es por eso que, tras el empujón de una amiga cercana a la que no conozco, me decidí a comprar El Camino De Los Ingleses; además es Premio Nadal, que no Planeta, y algo querrá decir, digo yo, ser un Nadal en estos tiempos de ángeles y demonios, reminiscencias vincinianas, clubes dantescos, enigmas sobre números, lados fríos de no sé dónde, fábulas de dragones copiadas de otras a su vez copiadas de otras... y tanta estampita literaria para hombres aflautados y mujeres aburridas.
Compré la historia de los ingleses esa y al domingo siguiente de encargárselo al pesado del Círculo de Lectores (siempre exigiendo un pedido y yo diciéndole que su empresa, su editorial o lo que sea, no vale un peine) ya me arrepentía pues observaba con horror cómo el tipo que la escribió, Antonio Soler, había sucumbido a los encantos de la fama en tierra propia, escribiendo articulitos en el periódico de la localidad donde él y yo (él seguramente menos que yo) dormimos casi a diario.
Pero también me equivocaba, pues la novela es, sencillamente, magnífica. La historia de un grupo de adolescentes, no tan adolescentes puesto que alguno ya estudia en la universidad, en un verano de hará 23 ó 24 años. La historia de ese grupo de adolescentes narrada por un espectador cercano, adolescente también –supongo que el propio Soler–, y que se desarrolla en el entorno de uno de los barrios o mezcla de barrios con solera de la ciudad: el contorno urbano que va desde el Camino de Antequera hasta el eje de las calles Martínez Maldonado y Eugenio Gross –y aquí me paro y me lamento de que a mi tierra venga la gente, como decía aquella rubia en una revista, ‘a tomar el sol y a follar’, y por tanto no se conozca la fisonomía de una ciudad que si no fuera por sus reyezuelos y urbanizadores, sería un verdadero encanto para vivir en ella (y esto último lo he copiado de una amiga de Palamós que dice que si no fuera por Montserrat y por los catalanes, Cataluña sería un sitio fenomenal; y mi amiga es catalana, ojo), pero no lo es, ni encanto ni conocida, aun viviendo ya en ella, según estimaciones, casi un millón de personas–.
Hay múltiples historias dentro de esta novela, tantas como personajes tiene, y de éstos hay un buen montón. Aunque la trama gira en torno a un muchacho, pobre, dependiente de una droguería, al que le extirpan un riñón y el vecino de cama en el hospital le regala un ejemplar de "La Divina Comedia". A partir de aquí, Miguel Dávila, el chico, se hace poeta y ya todo es posible o imposible, según se mire.
Antonio Soler tiene una imaginación desbordante y una inusitada facilidad para el tropo. Mezcla imágenes con sonidos y palabras como si estuviera haciendo una ensalada tropical de esas de a 20 euros la ración –entiéndase cara–. No te aburres, no sobra ninguna página ni palabra alguna. Es una delicia leerlo y me ha encantado. Ha sabido, además, mantener un punto de suspense en una historia de tragedias mínimas cotidianas. Y por todo ello ahora entiendo que le hayan dado un premio importante –en mi caso, igualmente, ha tenido la virtud de ponerme por delante un paisaje que creía perdido para siempre: el de mi infancia, pues, aunque él crea que aquellas calles, bares, recreativos o instalaciones deportivas se perdieron en su ‘último verano’, yo sé que subsistieron para yo encontrármelas años después, casi intactas, aunque, eso sí, sin el glamour que rezuman las historias y personajes que él recrea en su soberbia novela–.
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