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portada Ciudad Levítica
Ficha del Libro:

Título: Ciudad Levítica    comprar
Autor: Raúl Del Pozo
Editorial: Geoplaneta
I.S.B.N.-10: 8408038893
I.S.B.N.-13: 9788408038894
Nº P´gs: 192


Ciudad Levítica
por Antonio Ruiz Vega

  Aunque el estilo que ha adoptado aquí Raúl del Pozo está bastante alejado del que usa para sus artículos periodísticos, sigue teniendo su marchamo inconfundible, incluso en esta novela atípica que con pocos cambios bien pudiera haber llevado la firma de don Alvaro Cunqueiro.

Consideración aparte merece el asunto de las estrategias editoriales, tema con el que, como provinciano, me siento muy sensibilizado. Porque me imagino que a esas estrategias obedece el que una ciudad que se sabe que es Cuenca desde la genial foto de la portada (obra de Catalá Roca), y que versa desde la cruz hasta el rabo sobre esta ciudad, no lleva su nombre por parte alguna, ni puede hablarse del Tajo, ni de Alfonso VIII ni, en fin, de ningún dato que sirva para situarla en el espacio, salvo la erudición del espectador. Qué país es este, donde el editor ya presupone que una novela sobre Cuenca no la van a leer más que los de Cuenca capital, porque a los de la provincia ya se la va a traer al pairo, no digamos ya a los del resto de España. Sin embargo, probablemente, esa es la realidad... En cambio un madrileño hará blasón de su centralidad y hasta se demorará en señas de identidad tan patéticas como Lavapiés o el chotis (scotish) en la seguridad de que todos los pazguatos de provincias le admirarán.

Pero, y con todo, esta novela asienta el estatus literario de una ciudad castellana tan sugerente como Cuenca, cuya realidad va algo más lejos de las casas colgantes y del Museo de Arte Contemporáneo, como aquí puede comprobarse.

Raúl del Pozo se ha sentido cautivado por la historia del mago Torralba y su "familiar" Zequiel, aquel que viajara a Roma "caballero en una caña" (como escribiera Cervantes) y como figura (junto a otros muchos casos de viajes aéreos, incluidos los del cura de Bargota, en el "Diccionario De La España Mágica"), debido a su origen conquense y a que el susodicho volvió a Cuenca, pese a saber que allí la acechaba la Inquisición, atraído por esos vínculos indelebles que, dice del Pozo, hacen volver a ella a sus hijos, pese a haberlos despedido tiempo atrás, en una relación de amor-odio que seguro que comprenderá cualquiera que tenga una Patria Chica donde regresar.

La historia de Torralba es repetida por el brujo contemporáneo Elipando y su discípulo el alfarero Miguel (su hijo espurio, concebido de María de Lozoya, la molinera) en su viaje a París, en 1959, a ver llegar victorioso al ciclista Bahamontes, y esta reedición del viaje arquetípico es la que mueve esta narración que es, a la vez, una historia de amor.

La que se tiende entre el protagonista David Mendoza, trasunto del propio Raúl del Pozo y como él periodista maduro, en los estertores de su carrera de galán, quien busca una última aventura con la niñata ecófila y vegetariana Cecilia Maura. La cual, casquivana, siempre se le escurre de entre las manos y a la cual tiende una celada en forma de guión para un programa televisivo

Piensa David que si consigue despertar el interés de Cecilia por una serie sobre magos levitadores del pasado y, de rondón, la lleva a su terreno, a Cuenca, poco ha de valer si no termina con ella en el catre.

Lo conseguirá, sí, pero para ello deberá remover cielos y tierra, Roma con Santiago y hasta extraer de una gélida tumba, del mismísimo dedo de un cuerpo incorrupto, un grueso anillo de diamante testigo intemporal de una secta de magos.

Esta es la historia, por tanto, de una corriente esotérica que durante siglos hubiera subsistido a persecuciones y tribunales en el subsuelo de Cuenca, a la que llama Manhattan medieval, por haber sido construida entre dos ríos, lo que garantizaba su inexpugnabilidad.

Hay que olvidar que Raúl diga que en el sitio de Roma las tropas capturaron al pontífice (cuando es lo cierto que se hizo fuerte en el castillo de Santangelo y que desde allí pactó su inmunidad), que escriba Nelancthon por Melantchon, escriba "egida" (que indica protección, pues era la piel de la cabra Amaltea, la que amamantó a Júpiter) en lugar de hégira (huída, por referencia a la de Mahoma) o confunda reiteradas veces a la Inquisición con el Brazo Secular. (El brazo secular era la justicia corriente –"del siglo"– y a ella "relajaban" los inquisidores a sus víctimas bien cuando habían confesado o bien cuando, ante su negativa, les consideraba "relapsos").

El mago Elipando, que aparece por Cuenca a finales de la Guerra Civil y que poco después se mete en la cama de María de Lozoya y le hace un hijo, Miguel, es también el eje de esta novela. Heredero "in péctore" de Torralba, nigromante confeso y sospechoso de rojerío, sufrirá una fuerte decepción cuando Miguel se le vuelva del Frente de Juventudes, aunque sea del ala obrerista y radical. Será para apartarlo de José Antonio que le invite a surcar los aires hacia París, para felicitar personalmente a Bahamontes. Este Miguel, que se queda en Cuenca, inseparable del protagonista David, sufrirá una fuerte conmoción cuando sorprende al canónigo de la catedral, don Trifón, sodomizando a su novia Soledad en la sacristía. A resultas de esto quedará lelo para los restos, aunque excelente ceramista. Don Trifón, entretanto, pasará de azote de herejes en aquellos años a dialogante y posconciliar en los postreros, convirtiéndose en eficaz colaborador del periodista David en sus investigaciones a su vuelta a la ciudad. Al final, gracias a mangar subrepticiamente el anillo que previamente había desenterrado David, conseguirá, con sus poderes, acceder a la silla episcopal conquense...

La novela tiene su climax en las últimas páginas, cuando David, en efecto, viola la sepultura de María de Lozoya y la encuentra incorrupta, emanando perfumes floridos. Y cuando, tras tantos desvelos, Cecilia se le entrega en medio de un campo que también exhala todos los aromas campestres. Esta escena del coito es, con mucho, las más conseguida de la novela.

Una novela tránsida de amor y nostalgia por esta ciudad castellana y también feliz novela, que se lee con gusto y placer hasta el final. Raúl del Pozo hacía mucho tiempo que tenía una deuda con su ciudad y la ha saldado con nota. Parece un fenómeno muy común este de los escritores que, llegada la senectud o al menos sus heraldos (los achaques), vuelven su vista hacia el origen, hacia el mundo de su infancia. El caso de Raúl Guerra Garrido y su genial "El Otoño Siempre Muere" va también por ahí.
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