| Es sorprendente la repercusión que ha tenido el fenómeno Código da Vinci en el conjunto de la sociedad española. Lo más positivo del hecho es que ha despertado el interés por la lectura en muchos, hasta ahora, no–lectores. Según las estadísticas más de uno se ha devorado un ejemplar del conocido best–seller este verano; lo negativo, o dicho de otro modo, lo menos bueno de este hecho es que, según tengo entendido –ya que servidora no ha tenido el placer, ni ganas que tiene de haberle echado el ojo– es uno de los libros peores documentados de los que se han escrito en los últimos tiempos, con errores garrafales tanto en el planteamiento de la trama como a la hora de situar hechos históricos y lugares físicos, según los críticos literarios, introducidos casi con calzador.
Y yo me planteo la siguiente pregunta, ¿se puede decir que todo vale para que la persona que no haya cogido un libro en su vida se inicie en al apasionante mundo de la lectura, a pesar de que lo que le cuenten sea incorrecto? Es cierto que la literatura se sustenta en la ficción, pero el dilema se plantea en lo tocante a la Historia, no se debe de confundir a los lectores que, como en este caso, disponen, creo yo, de un nivel cultural medio–bajo; ya que se animan a leer, que aprendan, pero de manera fiel a cómo ocurrieron de verdad los acontecimientos históricos. Porque esto da lugar a una población lectora cada vez más ávida por leer pero cada vez más analfabeta, que consume libros surgidos como rosquillas, creados para satisfacer gustos cada vez menos exquisitos y más conformistas. Porque es curioso el hecho de que, desde hace bastante tiempo, surjan tantísimos libros de prácticamente misma temática: lo que vende ahora es todo lo relacionado con los Templarios o con la visión heterodoxa de la figura de Jesucristo, y al final, todo acaba interrelacionándose, algunas veces de una manera más acertada que otras, ya que todas los puntos de vista son igualmente respetables.
Según tengo entendido, la escritora Matilde Asensi tarda unos tres años en recopilar información antes de embarcarse en una nueva aventura literaria; serán tres años de ansiada tardanza, mucho tiempo de gestación, pero del que, y es por mi afinidad personal por la autora, vale la pena esperar el fructífero alumbramiento, en forma de joyas como el también best–seller El Último Catón.
Por esto, me temo que al igual que la telebasura es retroalimentada por un público televisivo que se traga todo lo que echan por la caja tonta, con la mera excusa de que no hay otra cosa que ver (pero sí hay otras cosas que hacer, como apagarla y escuchar la radio, alquilar una película interesante o leer un libro), que no exige y que se conforma con lo que hay, la incipiente lectura–basura se convierta en el caldo de cultivo del surgimiento de un tipo de lector igualmente devora–libros sin importarle lo que en ellos se cuente y cómo se cuente, porque, será lo que va a haber si se llega a la situación de ofrecer un producto fabricado en serie de escasa calidad literaria, encaminado sólo a alcanzar ventas espectaculares. El dinero, siempre el dinero.
Espero que esto no ocurra nunca y que, los pocos pero exigentes lectores que somos en realidad, sigamos siéndolo, aunque nos convirtamos en una selecta minoría. Como lo hemos sido siempre.
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