| Entró silencioso, lento y discreto, con una media sonrisa dibujada en su semblante. Una ansiosa multitud de fotógrafos lo abrazaba calurosamente con el rumor deslumbrante de sus flashes en una –no menos calurosa– mañana granadina del 17 de julio.
Francisco Ayala estaba allí, regalándonos su fresca juventud de tan sólo 100 años. Qué inexorable que pasa el tiempo y, sin embargo, qué momento más dichoso para mí: contemplar y escuchar, a muy pocos metros de distancia, no sólo a uno de los mejores y más fructíferos escritores y pensadores que ha dado la España del siglo XX, sino también a uno de los últimos testigos vivos de nuestra historia más contemporánea.
Ayala: un ser lúcido, brillante y casi divino que, desde la perspectiva que le confiere el horizonte de sus 100 años, ve el conjunto de su existencia como una vida errante en la que ha tenido que sortear numerosas dificultades y experiencias desoladoras. Y después de tantas piedras, como él dice, aquí está, celebrando sus 100 años e inaugurando su propio congreso, un congreso que más que El Escritor En Su Siglo, debería haber llevado por título El Intelectual En Su Siglo, puesto que la palabra escritor se queda corta para representar la diversidad de disciplinas a las que él se ha dedicado: sociólogo, catedrático de Derecho, crítico literario, traductor, escritor… etc.
Como bien señala el profesor Pedro Cerezo, Francisco Ayala es testigo del mundo: da razón de él y se compromete con lo que está contando. Aunque el mundo haya sido en algunos momentos una cruel sinrazón, un desatino, él es un escritor esforzado y alerta en medio de la crisis del siglo XX y manifiesta de forma inequívoca su compromiso activo en aras de la libertad humana. Un hombre que, a diferencia de su coetáneo y amigo Max Aub, no padeció el exilio como una perpetua ausencia y nostalgia de España, sino que lo vivió como una oportunidad para viajar, descubrir nuevos mundos y realidades a la vez que –como advierte el poeta García Montero– para aumentar su desconfianza sobre las identidades nacionales. Y ahí radica la clave del éxito, algo que, parafraseando al teólogo y escritor inglés William George Ward, se puede resumir en esto: “el pesimista se queja del viento; el optimista espera que cambie; el realista ajusta las velas”.
Don Francisco asegura que nunca había idealizado la España perdida ni tampoco le había desilusionado, a su regreso, la España hallada.
Ayala es el paradigma de la intelectualidad, del hombre de letras para quien ningún campo es ajeno a su continua curiosidad y sed de conocimiento.
Contemplo a Francisco Ayala y apenas logro contener esa húmeda emoción que desemboca en mis ojos y palpita en mi pecho. Lo miro y me entran unas terribles ganas de abrazarlo tiernamente, y ya no sé si llamarlo Don Francisco, abuelo o maestro… o todo a la vez.
Los años han puesto en los ojos de Ayala una inocencia y una mirada cargada de bondades. La vida ha sido muy generosa con el maestro y espero que lo siga siendo. Sin embargo, bien sé que no nos dará la oportunidad de volvernos a encontrar. Al final de aquel congreso, me quedé con su libro entre mis manos, con gesto torpe y timidez de quince años, sin apenas saber pedirle una dedicatoria o rozar la senectud de sus manos de cien años. | |
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