|
|
| | | El Camino De Los Muertos O Sendero De Los Espíritus | | | por Francisco J. Vázquez | | |
| | | En algunas ocasiones, cuando nos adentramos en recovecos perdidos y olvidados de la historia, no podemos por menos que estremecernos ante algunos acontecimientos que hoy día nos asombran y sorprenden, pero que antiguamente eran simples y habituales aunque no por ello menos perturbadores. Uno de esos sucesos, que en siglos como el XVIII, el XIX o principios del XX eran sinónimo de respeto y terror por igual, se llevaba a acabo en plena Sierra de Cazorla, Segura y las Villas (provincia de Jaén), y se la conocía como "Camino de Los Muertos o Sendero de los Espíritus". Un trayecto simbólico que aún hoy genera un atisbo de temor en los más viejos del lugar. | | | | La Sierra de Cazorla, Segura y las Villas está situada al nordeste de la provincia de Jaén, siendo hoy por hoy el Parque Natural más grande de España y uno de los mayores de Europa. Con una extensión aproximada que ronda las 215.000 hectáreas nos encontramos con un paraje singular y único donde la naturaleza es la gran protagonista. No en vano, el lugar está declarado Reserva de la Biosfera desde el año 1983.
Sin embargo, esa serranía esconde entre sus límites, además de una fauna y vegetación indescriptibles y parajes que rondan lo paradisíaco, multitud de leyendas, mitos y tradiciones que en el devenir de los años han ido diluyéndose en una amalgama de rumores orales que, en ocasiones, han generado indiferencia, en otras curiosidad, y en las menos, como es el caso, auténtico miedo y pavor.
Es en lugares como esos donde la labor de los investigadores cercanos se hace especialmente útil. Gracias al trabajo de recolección que algunos hacen de los mismos, como es el caso de Inmaculada Ager y Agustín Palacios, podemos hoy día conocer casos tan fascinantes como el que a continuación exponemos.
MUERTOS EN LA SIERRA
En la actualidad, la serranía cuenta con unos 80.000 habitantes repartidos entre los 23 pueblos o aldeas dispersos por toda su geografía, amén de los numerosos enclaves y casas habitadas que se encuentran desperdigadas a lo largo de todo el Parque Nacional.
A pesar de ello, y aunque pueda resultar paradójico, antaño el número de personas que pululaban por aquellos parajes era muy disperso pero igualmente importante, rondando según las estimaciones entre las 45.000 y las 50.000 personas. No es de extrañar, por tanto, puesto que no es hasta principios del siglo XX en el que los núcleos de población sufren un crecimiento considerable debido al asentamiento de muchos de estos individuos errantes, que la serranía estuviese copada de trabajadores de toda índole y condición que se movían libremente por ella en su afán de llevar a cabo sus múltiples tareas.
Así, desde pastores a recolectores pasando por repobladores, buscadores de fortuna, mineros, guías, leñadores, clérigos, pescadores, cazadores, delincuentes, guardas, guardias, peones camineros, viajeros ocasionales… una multitud de seres humanos se movían sin control por todo el territorio, aunque por su enorme extensión muchos podían adentrarse en lo más profundo del lugar y no coincidir con un alma en semanas.
Ocurría que, pese a todo, los núcleos de población eran los centros neurálgicos de toda actividad llevada a cabo en la montaña: desde la extracción de minerales a la tala de madera, pasando por la creación de infraestructuras (puentes, caminos…) o el tráfico de mercancías.
Es por ello que cualquier contratiempo, al igual que cualquier asunto de índole administrativo, judicial o sanitario, debía ser tratado y solventado en la población de origen…
Pero no todo resultaba sencillo en una época en la que las distancias, al igual que las jornadas, eran duras, y en ocasiones los temas de índole sanitario no podían ser tratados con celeridad, provocando, en el mayor número de ocasiones, la muerte del desdichado que tenía la mala suerte de enfermar o herirse en territorios inhóspitos.
Así, no fueron pocos los que a lo largo del tiempo dejaron sus vidas en lugares apartados y olvidados de la mano de Dios. Unas veces por causas naturales, otras por complicaciones en el agravamiento de enfermedades, y otras por accidentes o asesinatos, lo cierto es que raro era el día en el que alguien, en algún lugar de el actual Parque Nacional, no moría lejos de los suyos. ¿Qué hacer, entonces, con los cadáveres de estos individuos que tenían la mala suerte de morir lejos?
RECOLECTORES DE CADáVERES
Cuando en algún lugar recóndito de la Sierra de Cazorla, Segura y las Villas se producía una defunción, o durante un periodo de tiempo prolongado alguno de los desplazados por aquellos lares no daba señales de vida, solían partir de su población de origen ciertos individuos con peculiares características y un oficio nada envidiable, aunque sí muy necesario. Se trataba de los "buscadores de muertos" o "recolectores de cadáveres". Si tenemos en cuenta que los cuerpos podían pasar varias jornadas a la intemperie (a veces semanas), a merced de los animales, de las inclemencias del tiempo y demás, no nos resultaría difícil imaginar el tipo de personas que podían ejercer este singular oficio.
Los buscadores de muertos eran hombres sencillos, respetuosos, fuertes, normalmente solitarios y que no se amilanaban ante la superstición. Su cometido era aparentemente fácil a la vez que tétrico y desagradable: ir con una o varias bestias (normalmente burros o mulas de su propiedad) por los parajes donde se creía podía encontrarse el difunto, localizarlo, cargarlo y transportarlo hasta el cementerio del pueblo.
Estos camposantos normalmente solían ser los de la Iruela o Cazorla (ambas poblaciones al comienzo de la entrada a la serranía), ya que eran de los pocos (apenas existían 4 en toda la basta extensión de tierras que componen el actual territorio) que estaban habilitados como tales.
Ante estos datos una pregunta se nos viene a la cabeza. ¿Por qué no enterrar a los difuntos en la serranía? Consultados al respecto algunos ancianos del lugar, que aún recuerdan con pesar escenas dantescas (la tradición oral en ocasiones es el mejor legado de la historia), destacan que no se debía a nada excesivamente particular, salvo a una necesidad imperiosa y religiosa de enterrar a los difuntos en tierra sagrada y evitar así problemas con las almas de los mismos.
Y es que el concepto de muerte y sus consecuencias de índole religioso que tenían nuestros mayores era de una condición tal de respeto, temor y superstición que no resulta extraño imaginar las necesidades sociológicas que tenían estos actos entre una población, no lo olvidemos, que dependía casi en su totalidad de los recursos naturales que les daba esa sierra. Un lugar que no podían permitir se llenase de almas errantes que pudiesen querer pedir tributo a los que tras ellos se adentrasen en aquellos parajes.
| "Uno de esos lugares de enterramiento, como ya habíamos dicho, era el camposanto antiguo de la Iruela. Un lugar tenebroso ya de por sí que sin duda contribuyó más si cabe a potenciar la leyenda negra de estos traslados de cuerpos." | |
EL CAMINO DE LOS MUERTOS
Cuentas los más viejos del lugar que cuando la comitiva mortuoria se ponía en camino era antes de la puesta de sol. Se intentaba ocultar su partida a los ojos de los supersticiosos ciudadanos que sabían que tan macabra expedición se debía única y exclusivamente a una muerte en la sierra. Muchos eran los que tenían allí familia, amigos o conocidos, y el ver a uno o más individuos con oscuros ropajes, pertrechados para pasar varios días en los agrestes montes y con una misión triste que cumplir, no contribuía excesivamente al apaciguamiento y sosiego de los aldeanos.
Los recolectores de cadáveres solían ponerse en marcha desde la Iruela, por un sendero viejo y tortuoso que salía desde una loma a apenas un kilómetro de centro del pueblo. Es muy fácil identificar hoy día ese lugar, ya que hay una antena repetidora de gran tamaño justo en el punto de partida que tenía esta comitiva.
El trayecto, qué duda cabe, se hacía por lugares apartados de la vista no sólo de los lugareños, sino también de aquellos que por circunstancias estaban desplazados por la gran extensión de tierras que conforman la sierra. La causa de éste secretismo no era de índole esotérico o extraño. Simplemente se debía a que el miedo atenazaba a los que se la encontraban de frente, bien fuese por superstición o por simple rechazo. Por ello, se procuraba utilizar aquellos lugares de tránsito más apartados y ocultos que evitasen, en la medida de lo posible, causar impacto a los errantes pobladores de aquellos parajes.
Existía un camino predefinido que partiendo de la Iruela llegaba al mismo corazón de la sierra. Este camino estaba, a su vez, plagado de múltiples senderos que desembocaban en el mismo. Recóndito, apartado y sinuoso, el "sendero de los muertos" supuso para muchos trabajadores un verdadero contratiempo; otros, pese al asombro que pueda causarnos, jamás tuvieron constancia de semejantes senderos, aunque sí se encontraron más de una vez con la tétrica comitiva.
UN EXTRAñO RITUAL: SILENCIO Y RESPETO POR LOS DIFUNTOS
Todos los oficios tienen particularidades que los hacen diferentes y únicos, y el que aquí es protagonista no podía ser menos. Los "buscadores de muertos" eran, como hemos dicho, personas de unos escrúpulos y una religiosidad fuera de toda duda. Es por ello que para unos menesteres como los que desarrollaban, la metodología era parte esencial del mismo.
Así, todo parece indicar que desde el mismo momento en el que se iniciaba la macabra procesión el silencio se hacía presente de manera sustancial. Un silencio que se hacía espeso y total desde el mismo momento en el que estos individuos localizaban y recogían el malogrado cuerpo.
Una vez localizado era envuelto en varias sábanas y mantas (rara vez se le metía en un ataúd de madera, aunque en ocasiones se daba el caso), y atado fuertemente sobre las bestias para su transporte a lo largo del tortuoso camino de vuelta. Puesto que el cadáver podía llevar muchos días a la intemperie, el cuidado que se llevaba a cabo en su “embalaje” tenía mucho que ver con la situación de la víctima y con el impacto de las personas con las que éstos pudiesen cruzarse en el camino de vuelta.
Recogido el difunto, la comitiva se ponía en marcha a paso seguro. A lo largo de las jornadas necesarias los miembros de la comitiva no emitían (salvo causa de fuerza mayor), ruido alguno. No hablaban ni entre ellos, ni mucho menos con aquellos que tenían la mala suerte de cruzarse en su camino.
Cuando alguien, en un recodo, se topaba con la caravana, el respeto por una parte y el temor por otra hacía que, por iniciativa propia, las gentes se volviesen de espaldas a ésta o bajasen los ojos al suelo sin mirar directamente al difunto o a quienes lo llevaban. No había saludo, no había petición de ayuda, no había intercambio de miradas.
Sólo existía el silencio, roto por el pisar de los cascos de las bestias sobre los caminos serranos.
Cuando al cabo de unos minutos ,que podrían parecer eternos por la lentitud y la situación, la tétrica caravana se alejaba, los sorprendidos viajeros o trabajadores continuaban su camino hacia sus quehaceres… aunque ese día el miedo se hubiese cruzado en su trayecto.
Esos senderos, que como ya hemos comentado eran ramificados y apartados, con el tiempo y debido a estos encuentros desagradables fueron relegándose al olvido. De hecho, pasaron de ser lugares de paso ocasional a ser totalmente vedados por iniciativa propia. Tal era la sugestión ocasionada.
EL FINAL DE UN TRAYECTO TéTRICO
Transcurridas las horas, puede que días, la comitiva llegaba a alguno de los cementerios habilitados para el enterramiento de cuerpos. Al hacerlo, se procuraba coincidir con horas en los que la luz era escasa (normalmente de noche). Se buscaba que no hubiese contacto visual por parte de la población, no tanto ya por respeto como para evitar el malestar o hacer pasar un mal rato a los habitantes.
Esto, que procuraba un bien para la comunidad, no hacía más que darle un halo de secretismo y esoterismo del que realmente carecía, pero que era inevitable apartar por las circunstancias especiales en las que se desarrollaba.
Uno de esos lugares de enterramiento, como ya habíamos dicho, era el camposanto antiguo de la Iruela. Un lugar tenebroso ya de por sí que sin duda contribuyó más si cabe a potenciar la leyenda negra de estos traslados de cuerpos.
El tramo final, que conducía hacia el interior de un recinto amurallado, es un camino estrecho, empedrado, y con una claustrofóbica entrada que hace varios giros leves pero concisos.
No deja de sorprender lo que la sociología de un acontecimiento útil y medianamente religioso pudo derivar debido a la sugestión, al miedo y al respeto hacia la muerte y su entorno.
Durante años la figura de estos individuos, que tenían una labor tan poco grata, suscitó el "miedo al encuentro", un temor que se convirtió en pavor y, de ahí, en leyenda.
Resulta complicado poder recopilar toda la información que nos gustaría al respecto, porque aquellos que se dignan a hablar hoy entonces eran muy niños, y los recuerdos son vagos y difusos. Aún así, la tradición oral de nuestros mayores es una de las fuentes más increíbles de documentación que podemos utilizar… y lamentablemente, la única que no estamos acostumbrados a escuchar.
| "La causa de éste secretismo no era de índole esotérico o extraño. Simplemente se debía a que el miedo atenazaba a los que se la encontraban de frente, bien fuese por superstición o por simple rechazo" | |
|
| | | (c) Fotografías: Francisco J. Vázquez. | | | | Biblioteca Del Viajero
| | | - RECUERDOS SUMERGIDOS, de Ángel Robles Rodríguez.
- VIAJES ESOTÉRICOS. LAS RUTAS MÁGICAS DE ESPAÑA, de Silvia Nieto & José Hermida.
- JAÉN. PUEBLOS Y CIUDADES - Diario Jaén.
- CUENTOS Y LEYENDAS DE LA SIERRA DE CAZORLA, de Juan Antonio Bueno Cuadros & Manuel Molina González. | |
|
| Imprimir artículo / Enviar por email
|
|