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Verdugos Y Torturadores
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por Pedro M. Valenzuela
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Realmente es una pena que algunos libros que sirven para poco más que de regalo de navidad o de calzo para una mesa coja vayan por la enésima edición (y es que no paran) mientras que otros ya descatalogados queden escondidos, a primera vista, en algún rincón de difícil acceso. Éste último es el caso del trabajo de investigación que el versado escritor jiennense nos ofrecía allá por 1991, un extenso estudio sobre la pena de muerte (su evolución y la multitud de formas de llevarla a cabo) y sus ejecutores.
Durante esta exposición de hechos aparece siempre el fantasma de la licitud de la pena de muerte (recordamos que mentes tan distintas como Kant, Rousseau, Hegel, Hitler o Pio XII fueron fervientes partidarios de ella. En palabras de santo Tomás de Aquino: “si un hombre es peligroso para la comunidad o la corrompe por el pecado, es provechoso y laudable privarle de la vida para conservar el bien común”), ya que objetivamente la pena de muerte y la tortura están presentes desde las primeras sociedades, aunque con los tiempos se han ido modernizando y adaptando a las circunstancias de cada fecha y lugar. Además de todas las formas más conocidas de pena de muerte que ya cantaba Javier Krahe en La Hoguera, encontramos otras muchas, cuanto menos curiosas, como el culleum (el parricida es lanzado al Tíber dentro de un saco de cuero junto a un perro, un gallo, una víbora y una mona que simbolizan respectivamente rabia, infamia, daño a la madre y locura) o la vivicombustión en la hoguera (clavada una persona en el suelo hasta media cintura se le rodeaba de tizones encendidos hasta que moría carbonizado). Por otra parte, debido a nuestra acentuada mentalidad individualista es muy interesante ver cómo la perduración de algunos usos godos hizo creer en la responsabilidad colectiva “de modo que un linaje podía purgar el delito cometido por uno de sus miembros, o un pueblo entero expiar el pecado de un ciudadano particular”.
Otros momentos especiales, y algunos hasta memorables, son los últimos instantes de los ajusticiados que van desde la desesperación y el abatimiento hasta el cinismo (como el verdugo que le pide el favor al reo de parpadear una vez decapitado para ver cuánto tarda en morir) o la entereza (el coronel Antonio Escobar antes de ser fusilado en la fría madrugada pidió que le trajeran su abrigo “porque no quiero que nadie pueda confundir el temblor del frío con el temblor del miedo”).
La última parte del libro está dedicada a nuestros verdugos españoles del siglo XX, encargados de hacer cumplir las sentencias con el castizo garrote vil, y la verdad es que no difieren tanto de Amadeo (el genial Pepe Isbert en la película El Verdugo de Luis García Berlanga), verdugos más por necesidad que por vocación (el verdugo de Sevilla comentaba sarcásticamente antes de una ejecución: “A ver si van a venir ahora éstos con el indulto y me estropean el asunto y pierdo las dietas”). Todo esto y mucho más hay entre estas amarillentas páginas, así que quien esté interesado en saborear los pormenores de este denigrante espectáculo moral que es la pena de muerte tendrá que rebuscar en bibliotecas o librerías de viejo, que tampoco es mal plan, ¿no?
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