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¿Quién Mató A Daniel Pearl?
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por Antonio Ruiz Vega
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La pregunta queda sobradamente contestada con la lectura de este libro subtitulado "Odio Y Terror En Oriente Medio", y hay que decir que su autor ha corrido un riesgo, quizá excesivo, para escribirlo. Porque su encuesta sobre la muerte del periodista judeo-norteamericano Daniel Pearl llega a ser tan peligrosa como la que emprendió en su día el luego asesinado.
Pero se equivoca quien piense que libros como este, escritos por un evidente defensor del “lobby” sionista pueden ser instrumentalizados para justificar la incalificable agresión contra Irak del “eje del bien” (Bush, Blair, Aznar). Por el contrario lo que se desprende es que las bases logísticas y el “impulso soberano” de la trama y las acciones de Al Quaeda residen en países aliados del Imperio como Arabia Saudita y, sobre todo, Pakistán. Porque es en Pakistán donde Lévy descubre las bases del fundamentalismo que propició la muerte de Daniel Pearl o el atentado de las Torres Gemelas. Un Pakistán que en efecto e incuestionablemente dispone de armas de destrucción masiva, nucleares en concreto…
Pero el filósofo metido a reportero y hasta a agente secreto no sólo incide en esta trama que apenas está oculta, sino en las causas más profundas.
El título, en este sentido, no es muy feliz, porque, como ya hemos dicho, el “quién” se despeja enseguida y el autor parece concentrarse más en el “por qué”.
Las razones inmediatas parecen obvias, Pearl no sólo era ciudadano norteamericano sino que encima venía de una familia sionista de cierto prestigio en Israel (a su abuelo le está dedicada una calle). Pero Lévy se da cuenta que Pearl no era ni mucho menos un sicario sionista ni un agente de la CIA sino, por el contrario, un periodista progresista y solidario que trataba de entender las razones del “enemigo”. Pearl estaba en buenas relaciones con las personas que le secuestraron, su propio secuestro fue un ejemplo de exceso de confianza ya que acudió en solitario a una cita con la esperanza de entrevistar al misterioso Omar, que se va a convertir en el verdadero protagonista de este libro.
La muerte de Pearl, filmada en vídeo, fue horrible, degollado bárbaramente por dos, al parecer, yemeníes especializados en homicidios rituales, unos verdaderos “hashisin”.
Lévy, identificado con el desaparecido, trata primero de conocer mejor a su personaje y luego parte en busca de sus asesinos. No de los ejecutores, pues estos, como es sabido, fueron identificados, juzgados y condenados por las autoridades pakistaníes, sino de los inductores, de aquellos que tomaron la decisión de acabar con la vida del corresponsal y además del modo más truculento y ejemplarizante posible.
Uno piensa que Bernard-Henri es un poco ingenuo cuando piensa que puede ir por el mundo sin que nadie lo conozca, creo que sus rasgos están demasiado difundidos.
Desde su llegada a Karachi nota que debe ocultar su ascendencia judía, no así su nacionalidad francesa que es más bien un activo que un pasivo, debido a las ayudas que Francia presta a los países árabes como Pakistán, y no en vano llevará como estandarte una tarjeta que le identifica como colaborador o asesor del presidente de la República Francesa. En cuanto al ominoso Lévy, nada más llegar descubrirá con alegría que es confundido con unas misteriosas “Levis” o levas…
Uno de los primeros sitios que decide visitar es el lugar donde Pearl sufrió secuestro y donde fue asesinado. Como es de esperar la visita es emotiva:
"Esta es la cárcel de Daniel Pearl".
"Éste es el lugar de su martirio, su cenotafio".
"Una hora permanezco aquí, dejando que el silencio del lugar me invada: de por vida recordaré este terrible escenario, el del suplicio de los diez trozos; de por vida mantendré y lloraré la amistad con este hombre normal y ejemplar, sin historia y admirable, que tuvo aquí su última cita con la vida". (Pág 34).
Los secuestradores y asesinos le despedazaron después de degollarle, y de ahí la alusión a los “diez trozos”, aunque luego recompusieron el cadáver para enterrarle.
Bernard repasa el vídeo que los asesinos filmaron, las declaraciones de Pearl, evidentemente insinceras, aunque a trazos detecta pasajes en los que Pearl parece hablar con convicción, creyendo lo que dice... ¿Síndrome de Estocolmo? Bernard cree que no, que Pearl, en serio, compartía alguno de los puntos de vista de sus carceleros. Que creía, a la postre, que incluso en aquella tesitura cabía el diálogo.
La conclusión que cabe sacar es sin embargo la contraria, que tanto la actitud de Pearl como probablemente la de Lévy fue muy imprudente y que no supieron evaluar el contexto en el que se movían. Naturalmente la hipótesis de que el filósofo francés fuera secuestrado y su cadáver hubiera aparecido troceado en diez o más pedazos suponemos que provocaría sudores fríos en el gobierno pakistaní de Mussarraff…
Otra de las conclusiones a las que llega el autor, y que sabe transmitir, es que muy probablemente al principio el secuestro no se pensaba que fuera a desembocar en el homicidio, que en todo caso se trataba de obtener determinadas reivindicaciones y de ello extrae la idea, en la minuciosa reconstrucción que hace de los últimos días de Pearl, de que este pudo estar relativamente tranquilo. Y que, de pronto, llegó –de alguna parte– la orden de eliminarle, que pudo llegar a sorprender a los mismos guardianes, viejos conocidos de Pearl y que habían llegado a intimar con él. Para llegar a esta conclusión, que convence, Lévy tortura los pocos datos conocidos, las actitudes, las expresiones de Pearl en el vídeo, y, evidentemente, los testimonios de los asesinos convictos y confesos.
Hay detalles ciertamente inquietantes, como la circunstancia de que el degollamiento de Pearl, morosamente descrito en la página 51, hubo de repetirse debido a un fallo de la cámara que filmaba. El cuchillo asesino volvió a hundirse en el cuello de un Pearl todavía vivo…
Pero, como hemos dicho, a medida que avanza el libro, el verdadero protagonista va dejando de ser Pearl para convertirse en Omar Sheij, el misterioso (al principio) "factótum" del secuestro, el hombre en la sombra, que tiene –como veremos– una larga trayectoria vital.
No actuaba por primera vez, su carrera delictiva comenzó años atrás, secuestrando a tres turistas ingleses y uno norteamericano en Cachemira. Fueron liberados por la policía hindú y Omar no alcanzó el fin que buscaba, la liberación de Masud Azhar, lider del movimiento integrista Jaish e-Mohammed. Los rehenes, al ser liberados, describen a Omar como a una persona contradictoria, lector de Mein Kampf, jugador de ajedrez, recitador del Corán…
Omar nació en Londres, una de las ciudades con mayor colonia pakistaní del mundo, sinó la que más, en 1973, así que es relativamente joven, pero, como vamos viendo, muy asendereado. Bernard visitará Londres, mientras Omar, en la cárcel, espera sentencia por la muerte de Pearl. Allí tomará contacto con el padre y los hermanos de Omar, una familia acomodada, industriales del sector textil, todos, como Omar, con títulos universitarios, perfectamente integrados en la sociedad británica y defensores acérrimos de la inocencia de su pariente.
Pronto se dará cuenta de que Omar es como un soldado universal, que ha estado en Bosnia, que ha estado en Afganistán, que ha estado en muchos sitios, una especie de Che Guevara islámico (aunque creo que ni una sola vez Lévy usa este símil).
En su tercera visita a Pakistán, descrita en la página 237, Lévy confiesa al ministro de interior que está escribiendo una novela, “una novela sobre la muerte de Daniel Pearl”, pero imaginamos que es una especie de excusa porque esto que leemos está más cerca del diario personal, del reportaje incluso, que de la novela. Entendámonos, como novela no sería muy brillante, pero como crónica de unos hechos funciona, es la verosimilitud lo que le da interés.
Periodismo de investigación, claramente. Lo que no cesa de depararle sorpresas, como el turbio y espeso entramado fundamentalista pakistaní "diáfanamene tolerado-consentido-compinchado" por el gobierno, aunque de vez en cuando tenga que hacer gestos de cara a la galería. Así, en la página 246 descubre:
"Y ésta es la evidencia a la que hay que rendirse: Pearl fue torturado y luego enterrado en una propiedad perteneciente a una falsa organización humanitaria que sirve de tapadera a Ben Laden".
Su visita a la madrasa más pomposamente llamada Universidad Islámica de Binori Town se verá precedida por una surrealista entrevista con el doctor Abdul Razzak. Ante él, que no debe estar muy al tanto del star system de la intelectualidad europea, Lévy decide hacerse pasar por ateo antes que por judío o “cruzado” (así llaman a los cristianos, no sin razón). Aunque, le explica, no es que los pakistaníes no quieran a los cristianos:
"Para empezar no sólo no tenemos nada contra los cristianos, sino que creemos que Jesucristo no murió, que Alá lo arrebató de su cruz y se lo llevó consigo al paraíso. Muy pronto volverá para acompañarnos en la conquista del mundo, está escrito en el Corán". (Pág. 254).
Y se topará con la esquizofrenia que rige la vida político-religiosa de Pakistán. Un estado oficialmente no-fundamentalista y alineado con Occidente, pero por dentro y secretamente admirador de, por ejemplo, Ben Laden. Lévy ve un retrato de Laden en la madrasa y pregunta a Razzak por él: "¿ha estado allí alguna vez?". La respuesta:
"Osama es un buen musulmán. Nadie tiene por qué saber si ha estado aquí o no. No pregunte usted eso. No se le permite".
Y más adelante dice compartir con Osama su división del mundo entre el dar al-islam (la morada de la paz, que engloba a todos los islamitas) y el dar el-harb o morada de la guerra que engloba a todos los demás.
Y Lévy, poniendo el dedo en la herida, le pregunta porqué el odio contra los judíos.
"Porque son auténticos terroristas. Y porque llevan su cruzada a suelo palestino y afgano. Incluso aquí, en Pakistán, hay agentes sionistas infiltrados. ¿Porqué cree usted que el gobierno acepta sus imposiciones? En lugar de depositar su confianza en Dios, el gobierno acepta lo que le dictan los judíos".
Y, ya embalado, Lévy le pregunta por Pearl. Lo que provocará el fin de la entrevista. En su salida a la calle, Lévy ve fugazmente la biblioteca de la madrasa “dos estanterías metálicas de una altura media con dos anaqueles medio vacíos” (¿para qué más, si toda la verdad cabe en el Corán?). |
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