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La Peste Negra
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por Francisco J. Vázquez
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Una de las mayores y más dañinas plagas que han asolado al ser humano fue la denominada Peste Negra, también conocida como Peste Bubónica, Muerte Negra o Waba. Apareció en Europa en la segunda mitad del siglo XIV, concretamente en 1347, y en cuestión de dos años se extendió como el fuego entre la paja, diezmando casi en una tercera parte a la población del viejo continente (aunque en muchas ciudades, pueblos y aldeas la desaparición de toda vida fue inevitable, sucumbiendo a la enfermedad la totalidad de los habitantes de las mismas).
Sus efectos eran fácilmente reconocibles. Los enfermos presentaban altas fiebres, vómitos y diarreas constantes que acentuaban su deshidratación, y una serie de protuberancias negras que salían en cualquier parte del cuerpo (aunque mayoritariamente en axilas, cuello, pecho, bajo vientre o espalda). Estos bultos eran los desencadenantes de unos fuertes dolores que provocaban una tortura a los contagiados que en muchos casos les ocasionaban estados de desvanecimientos, ataques de locura ante la desesperación, o pequeñas mutilaciones violentas e involuntarias que ellos mismos se realizaban ante los esfuerzos por sobrellevar los intensos dolores. Pero lo peor era que esas protuberancias crecían, y el punto álgido de la enfermedad llegaba cuando de ellas empezaba a supurar una especie de líquido sanguinolento mezcla de elementos vitales y pus que despedía un fuerte hedor muy característicos, y que era conocido como el "olor de la muerte".
Prácticamente ninguna ciudad, pueblo o aldea se libró de la presencia de tan siniestro visitante, que dejaba a su paso un reguero de muerte y destrucción muy significativo. Miles de personas eran abandonadas a su suerte ante los primeros síntomas, centenares de hogueras servían de improvisadas piras funerarias para hacer desaparecer a los difuntos (aunque no fueron pocos los que con los síntomas encima pero vivos fueron también arrojados al purificador espectro de las llamas), dejándose ver a lo lejos entre numerosas columnas negras que se elevaban a los cielos e iluminando de noche los límites de las ciudades o plazas donde se erguían las luminarias. Era un espectáculo dantesco que se mezclaba con la huída de aquellos que dejaban atrás una población, y con la llegada de otros que, previamente, habían abandonado en otro lugar sus pocas pertenencias para huir en pos de no encontrarse con la gran epidemia.
En una época tan convulsa, en una época donde estar vivo a veces era peor que estar muerto, es donde centra su novela Luis Miguel Guerra, titulada precisamente "La Peste Negra". En ella, haciendo uso de una excelente documentación nos situará a dos protagonistas, dos médicos de dos religiones tan dispares como enfrentadas en esa época (cristiana y musulmana), que son llamados entre otros muchos médicos, sanadores y hombres de ciencia a una especie de simposium, cónclave o reunión, encargado por el Papa Cristiano de Avión para intentar dar con una solución a tan increíble problema. Pero, como suele pasar en estos casos, de todo se quiere sacar tajada, y el problema fundamental en el que se basará la novela será no sólo en saber si aquella plaga tenía o no cura, sino en saber qué uso podría darle el Papa Cristiano al remedio en caso de que lo hubiese.
La novela es una sucesión de acontecimientos que involucrarán al lector desde la primera página en una sociedad inmersa en un desastre de proporciones bíblicas, con una gente temerosa de Dios que cree ver en la enfermedad un castigo divino, y en la que muchos clérigos (incluido el máximo pontífice de la época, o mejor dicho, los dos que había entonces, uno en Roma y otro en Aviñón) supieron sacar partido siempre a favor propio, y muy pocas veces a favor de los desafortunados.
Podremos saber qué tal era la vida en la Al-Aldalus almeriense, en la vieja y caótica Florencia, o en los innumerables caminos donde se ocultaban bandidos de toda condición a la espera de presas fáciles que atiborraban los senderos huyendo de un lado para otro. Viviremos en primera persona el desasosiego de los protagonistas, su frustración y su rabia, y nos convertiremos sin saberlo en parte integrante de un viaje que comenzaron ambos médicos como simples viajeros, y que terminarán no saben si como salvadores del mundo conocido o como dos víctimas más de la tan temida Peste Negra. Sea como fuere, el lector vivirá una aventura de tal proporción que no podrá dejar la obra hasta saber a ciencia cierta el desenlace de una epopeya que pudo ser tan real como increíble.
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